martes, 13 de julio de 2010

Hasta las trancas

Todo iba perfecto. Quedábamos al menos una vez a la semana, en un lugar neutral. Es cierto, él no me invitaba a cenar tantas veces como hubiera sido deseable, pero el chico hacía sus esfuerzos seleccionando cada vez un sitio diferente –y de paso evitando el lacrimógeno-nostálgico “vamos a nuestro restaurante”-. Un parloteo insustancial y varias copas de vino después, la cosa estaba lo suficientemente caldeada como para coger un taxi. A su casa o a la mía. Sobeteo indecente en el ascensor, restregones apresurados hasta que la llave acertaba a entrar en la cerradura, caída libre de prendas en el oscuro hall. Y al catre, sin más dilación.
 
Lo que resulta tan extraordinariamente cómodo de tener un amante fijo es el virtuosismo que se adquiere con cada contacto. El efecto se multiplica y enriquece si son varios los amantes fijos. Sueño con un mundo ideal que inexplicablemente nadie comprende: una agenda ordenada por amantes, uno para cada día de la semana. Leales, entregados. Absolutos desconocidos que se lavan sus propios calzoncillos. Varoniles compañeros de juegos que aparecen sólo cada seis días, puntuales como un reloj. La clase de pádel. Manicura. Dentista. Rafael. Danza del vientre. Psicoterapéuta. Antonio. Todo sería TAN perfecto.

 
Así de felices transcurrían mis días –sí, es cierto, mi cartera de prospects aún distaba mucho de proporcionarme ese nivel de variedad amatoria-, hasta que uno se me desmandó.
Arturo.

 
Entre mis clases de Pilates y la odiada depilación, la llamada semanal de Arturo vino a indicarme dos cosas: que era miércoles y que tocaba mambo, lo que me garantizaba un cutis de porcelana a la mañana siguiente (el sexo siempre ha actuado en mí como un potente re-energizante). Antes muerta que sin plan y sin pensar en el desastroso giro que tomarían los acontecimientos, busqué un tanga lo bastante pequeño como para justificar mi ingle brasileña al más puro estilo Kojak –esta vez Gladys se había pasado un “pelín”-, dejé a Valentina disfrazada de una mezcla perfecta entre Cenicienta y un putón verbenero en casa de su honorable progenitor, y corrí hacia el Pecatta Minuta. Tocaba italiano, ¿acaso se podía pedir más?

 
La cena transcurrió sin pena ni gloria, como siempre. Debí haber sospechado de ese inusual brillito en sus ojos de carnero degollado, de su solicitud, más exagerada que de costumbre. Entretenida como estaba escuchando la conversación que mantenía la pareja sentada en la mesa contigua, ni siquiera reparé en la porción de tagliatelle que introdujo en mis labios de fresa, enrollada con mimo en SU tenedor (¡!).
 

La cosa no había hecho más que empezar. En los postres comenzó a contorsionarse patéticamente en su asiento, como si se le estuviera clavando el tanga. Mi mente vagabundeaba imaginándose sucias estratagemas eróticas al respecto, cuando súbitamente me pareció ver por el rabillo del ojo que sacaba un objeto pequeño del bolsillo de su pantalón, depositándolo encima de la mesa.
 

¿Era ESO una primorosa cajita de terciopelo rojo? Antes de que acudieran a mi cabeza las consecuencias de lo que estaban viendo mis ojitos, Arturo me tomó la mano de una forma muy blanda y grimosa, y, mirándome a los ojos, me espetó: Creo que ya es hora de que nuestra relación evolucione hacia el siguiente paso lógico. “¡No se atreverá a decirlo!” …por eso quería decirte que… “¡Joder, joder, lo va a hacer!” … TE QUIERO.
 

Los violines que debían estar sonando en su cerebro quedaron bruscamente interrumpidos por un violento scratching digno del DJ más puntero. A punto de ahogarme, escupí como un camionero un trozo de beicon asesino. El beicon aterrizó directamente en las impolutas gafas de Arturo, justo delante de unos espantados ojillos que me miraban suplicantes. Esa superposición de planos beicon-gafas-ojos desencadenó en mí una secuencia insólita de pensamientos. “Lo que suponía, el trozo de beicon que lleva ternilla”-“Joder, menos mal que las gafas han frenado el impacto, iba directo al centro…”- “¡qué carajo, tenía que haberle dado de lleno! ¡¡¡el muy cabrón ha dicho te quiero!!!”
 

¡¿Pero qué coño se supone que estás haciendo?! Tartamudeando y con una noción muy poco clara de lo que es evitar juiciosamente el peligro, Arturo volvió a repetirme que me quería, que cada día me necesitaba más, que quería un compromiso por mi parte, que pensaba que había llegado el momento de tener algo más, blablá, blablá, blablá. Y vaya usted a saber cuántas sandeces más dijo ese hombre, porque después de las primeras dos frases yo ya había salido por piernas -y qué piernas…aunque me esté mal decirlo- ante la atónita mirada del maître y pisaba con garbo en dirección a la parada de taxis más cercana.
 

Esperando un taxi aquella noche, pensé que lo más fastidioso de todo este asunto era que la desaparición de Arturo me dejaba la agenda coja de una pata –y qué pata, aunque me esté mal decirlo-, y todo un engorroso trabajo posterior de búsqueda y selección. Meditaba sobre la urgencia de elaborar una nueva estrategia de acoso y derribo del macho desprevenido, cuando una voz profunda me sacó de mi ensimismamiento. ¿A dónde la llevo, señora? 

Pestañeé, arqueando seductoramente una ceja. Señorita, respondí. El espejo retrovisor me mostró una hilera de blancos dientes sobre un bronceado mentón. “Mmmm, pensé”. Perdona, no quería ofenderte. Me llamo Marcos.
 

“Taichi. Masaje tailandés. Marcos.”
A fin de cuentas, una mujer no puede permitir que le crezca el vello de la línea del bikini entre affaire y affaire, ¿no es cierto?
- Y dime, Marcos, ¿cuál es tu día libre?

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