lunes, 26 de julio de 2010

EL GUSTO ES MÍO (OH, SÍ)

No sé qué pensáis vosotros: yo creo que la gente está tan obsesionada con echar un polvo -con marcarse el tanto, me refiero-, que una vez conseguido, se hace de cualquier manera. Se está perdiendo el espíritu lúdico. ¿Qué fue del polvo artesanal?

Por eso me sorprendió gratamente conocer a Miguel, al que podría definir como “un tipo normal”. Fue en La Latina, en una jornada full-time a la que yo me había reenganchado tarde, pero segura. Cuando llegué, mis amigas ya habían hecho todo el trabajo sucio y estaban en el Berlín Cabaret adheridas a un grupito de maromos. Galleguiños.

Lo malo de llegar tarde es que cuando llegas ya está hecho el reparto. Es como en los cromos, pero en vez de “sile, nole”, el rollo va de “este pa ti, este pa mí”. Por algún motivo no especificado, en mi Miguelito no había puesto los ojos ninguna lagartona (en la guerra no hay amigas, sólo contrincantes). Y no será porque no era mono –era como una imitación de Robbie Williams, pero del todo a cien-. El destino es así. Ese estaba reservado para mí.

He conocido a muy variados tipos de seductores: el gigoló, que te guiña un ojo en mitad de un polvo provocando el descojone y consecuente pérdida de la líbido; el que se ama a sí mismo por encima de todas las cosas, que da ganas de vomitar; el elegante, que da el pego hasta que arquea una ceja en plan irresistible y la caga… Ya sabéis lo que me gustan las clasificaciones.

Miguelito era del tipo vacilón, de esos a los que se les nota a la legua de qué palo van, pero se lo toman tan a broma que te acaban cautivando. Empezó a jugar desde el minuto cero. Y yo, que estaba en una de esas noches “¿y por qué no?”, le seguí el juego.

Y eso que el juego era infantil de cojones. Ahora lo pienso y hay qué ver qué cosas de vergüenza ajena se hacen en los momentos de ligoteo. Está bien, acabemos de una vez con esta farsa, lo diré: se apostó un beso. Ya oigo vuestras carcajadas, y el sonido de mi glamour al caer al suelo estrepitosamente.

Me empezó a tomar el pelo con el viejo truco de “¿andá, ¿qué tienes ahí?”, y cuando miras te dan una humillante tobita. Creo que la última vez que me hicieron eso me acababa de venir mi primera regla. Por lo menos. El caso es que yo empezaba a sentirme muy imbécil. Eso es malo, muy malo. Entré al trapo como los miuras y le dije que no tenía huevos a hacérmelo otra vez.

Él lanzó una apuesta: el que ganara al otro, podía darle un beso “donde quisiera”. En modo regresión-a-la-adolescencia, empecé a tomármelo a risa.

Vamos, que me dejé ganar.

A los tíos les encantan las tías un poco tontitas –reconocedlo-, así que Miguel estaba encantado con eso de haberme burlado de nuevo. Qué sencillo es hacer feliz a un hombre. El donjuan exigió su premio. “Cierra los ojos”. Cerré los ojos, ¡y me pegó un pedazo de muerdo que rechinaron los cimientos del Berlín!

Bueno, bueno, bueno. Me temblaban las canillas y todo. ¿Nunca os habéis puesto cachondos sólo con un beso? Hay gente que te besa y es como morrear a un lagarto de lengua rasposa y dura –el SFP, Síndrome del Fumador de Petas-. Este era un beso extra-húmedo, fluido, blandito. Trabajao, vaya. No pude por menos que devolvérselo, y obsequiarle con un buen tiento al culo –durito como una piedra- de propina.

Después ya no pude pensar en nada más. Quería más de esos labios carnosos, me sobraba la copa de compromiso. Esa que te tomas después de enrollarte con un tipo, por no irte derecha a la piltra, que parece que hace feo.

- ¿Quieres tomar algo?
- En absoluto.
- Pero… ¿una cocacola aunque sea?
- No. ¿Nos vamos?
- Bueno, espera que me tome mi copa.

Mierdapati. Le trinqué en plan boa constrictor hasta que conseguí que tuviera la misma urgencia que yo por marcharse.

Durante el trayecto en coche se me puso timidito. Irresistible. Pero cuando llegamos a casa, el tío empezó a recopilar su atrezzo. Pidió un vaso de agua, que dejó cerca de la cama. Nos besamos. Se desnudó mientras yo le miraba con el pecho arriba y abajo, respirando a toda máquina.

Luego me desnudó a mí, sujetándome suavemente los brazos, sin dejar que yo hiciera nada, que me moviera siquiera. Y siguió jugando después, cuando recogió mis medias del suelo y me tapó los ojos. Parecía un mago hablando a su público: me explicó lo que iba a hacer. Que me iba a vendar los ojos, y que me iba a hacer un masaje por todo el cuerpo… ¡sin utilizar las manos!

Muy bien pensado lo de anular el sentido de la vista; el tío me tenía entregada, esperando. Sentí que cogía el vaso de agua y bebía. Un segundo después, una sensación como de seda fría me invadía la cintura. Vertió el agua ahí, haciendo de mi ombligo su cuartel general, la base desde la que partió para recorrer mi cuerpo hacia arriba y hacia abajo, sólo con su lengua.

Al rato, cualquier rastro de voluntad en mí era un mero recuerdo. No podía verle, pero le oía; un tipo expresivo, de los que no abundan.

Mantuvo el juego hasta el final. Cuando acabamos, él mismo me destapó los ojos, y me encontré a un tipo sudoroso con expresión diabólica. “He ganado”. Y para colmo de la perfección, se vistió, me dio un beso largo y se marchó.

A la chorvoagenda que vas.

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