¿Qué tendrán los brasileiros? Quizá, por una especie de ósmosis con el clima, se vuelven todos húmedos y calientes. O a lo mejor están todo el día cachondos de oírse hablar unos a otros en ese idioma suyo tan sugerente… el caso es que los portugueses a mí me dejan fría, fíjate.
Ay, mira, no sé. Yo entiendo que el tema de los latinos y especialmente el de la sensualidad brasileña está muy manido, que son lugares comunes, etc. Pero no podría perdonármelo si dejara de compartir con vosotros esta experiencia que he tenido la fortuna de vivir en mi propia personita. De hecho, creo que ningún ser humano –de cualquier sexo- debería dejar de catar a un filho de Brasil, al menos una vez en la vida.
La culpa de todo la tuvieron los tambores. Y esta imaginación que Dios me ha dado. Hacía muchísimo calor la otra noche, el cuerpo pedía calle, así que me fui con una amiga a pasear por el Retiro madrileño. Normalmente en verano, este parque -y la ciudad entera, en realidad- se convierten en un espectáculo callejero.
El Retiro hervía de gente a las dos de la mañana, como si fueran las cinco de la tarde. Empezaba a deprimirme ante el penoso espectáculo de un yonqui famélico que trataba de imitar a Michael Jackson (en realidad bastante tenía con intentar mantenerse en pie, y a punto estuvo de dejarme inapetente de por vida cuando realizó su famoso golpe pélvico con tocatta di huevi incluida), cuando escuché un rumor que me hizo entrar en modo alerta. ¿Eran eso tambores?
Todo el que me conoce sabe que los tambores me vuelven loca. No es una expresión hecha; literalmente, enloquezco ante cualquier tipo de percusión, especialmente la más básica, rollo timbales o así. Mis caderas –esas que alguien definió como “arma blanca”- cobran vida propia, respondiendo al llamado de ese sonido primario.
Así que, cuan zahorí con varita de buscar agua en el desierto, seguí el rastro auditivo que me llevaría hasta la fuente del sonido. La fuente resultó ser un grupo de cuatro brasileños a cual más cañón tocando en plan Mayumaná con un sintetizador guarro, cubos de basura y hasta una lijadora electrónica que causó una catarsis en los oyentes.
Tardé exactamente dos décimas de segundo en descalzarme y empezar a contorsionarme al ritmo loco de aquella percusión. Todo el mundo parecía estar en una especie de trance, moviendo el culo compulsivamente, frotándose con el de delante o con los ojos cerrados, disfrutando en solitario. Ese es el poder de la música; los ingeniosos sonidos marcaban un ritmo infernal y arrancaban a la gente exclamaciones.
Me dediqué a observar a los cuatro chicos. Todos llevaban pantalones de campaña, tres cuartos con bolsillos enormes que les hacían parecer miembros de una guerrilla. Fantaseé un momento con la idea de unas Brigadas Sexy que intentaban ganarme para su causa, hasta que algo detuvo mis pensamientos. Uno de ellos no me quitaba ojo. Botaba encima de un bidón enorme, dibujando los graves de la melodía. Con una fuerza increíble, cada vez que saltaba se elevaba el bidón, dejándolo caer con un ruido corto y retumbante.
Sus brazos y piernas se tensaban como las de un felino cada vez que emprendía una nueva acometida con el bidón, estaba brillante de sudor y tenía los ojos negros y profundos. Seguí bailando sólo para él, al ritmo de su tempo, atrapada por ese derroche de energía. Sentía cada “pum, pum” como una oleada, como un mandato, y el tipo no tenía piedad; incrementaba el ritmo hasta hacerme jadear de cansancio, lo reducía hasta hacerme desear más. Increíble. Y todo esto sin tocarme un pelo. Madre del amor hermoso.
La cosa llegó a su clímax cuando uno de sus compañeros le cambió el bidón por uno de esos cubos de basura metálicos donde hacen las fogatas los jomelés en las pelis de Nueva York. Fogata la que se me lió a mí dentro. Este cubo tenía tapa y, mientras uno de los chicos iba echando agua encima de la tapa, mi brasileiro se desgañitaba con unas baquetas produciendo un sonido acuoso.
Es que no sé si me estoy explicando bien: tenía frente a mí a un tipo medio desnudo y salvaje dándole con todas sus fuerzas a un tambor con los ojos cerrados y el rostro concentrado en un gesto de esfuerzo, salpicándome agua, empapándose el pecho, el pelo… Todo eso a ritmo de samba, con mis caderas funcionando por libre y un calor subiéndome hacia arriba.
Había perdido la noción del tiempo, no sé cuánto rato llevaba allí descoyuntándome, metida en un túnel sensorial. Mi amiga se había marchado. De hecho, casi todo el mundo se había marchado. Bonito espectáculo debía haber dado allí sola, en mi éxtasis particular.
Riéndome entre dientes, me acerqué al chiringuito cercano a pedir una botella de agua. Pagué y, en la misma barra, me bebí la botellita de un trago, sin respirar, echándome la mitad por encima de la camiseta sudada. Cuando estaba dejando la botella vacía encima de la barra, noté una presencia detrás de mí. Alguien estaba lo suficientemente pegado como para que notara su respiración y las partes más salientes de su cuerpo –esto es, su merienda a una altura estratégica de mi trasero-, y lo suficientemente despegado como para no tocarme prácticamente.
Me dí la vuelta y me encontré con él. Creo que era él, sólo podía ver sus ojos hipnotizantes, negros, hondísimos.
Ay, mira, no sé. Yo entiendo que el tema de los latinos y especialmente el de la sensualidad brasileña está muy manido, que son lugares comunes, etc. Pero no podría perdonármelo si dejara de compartir con vosotros esta experiencia que he tenido la fortuna de vivir en mi propia personita. De hecho, creo que ningún ser humano –de cualquier sexo- debería dejar de catar a un filho de Brasil, al menos una vez en la vida.
La culpa de todo la tuvieron los tambores. Y esta imaginación que Dios me ha dado. Hacía muchísimo calor la otra noche, el cuerpo pedía calle, así que me fui con una amiga a pasear por el Retiro madrileño. Normalmente en verano, este parque -y la ciudad entera, en realidad- se convierten en un espectáculo callejero.
El Retiro hervía de gente a las dos de la mañana, como si fueran las cinco de la tarde. Empezaba a deprimirme ante el penoso espectáculo de un yonqui famélico que trataba de imitar a Michael Jackson (en realidad bastante tenía con intentar mantenerse en pie, y a punto estuvo de dejarme inapetente de por vida cuando realizó su famoso golpe pélvico con tocatta di huevi incluida), cuando escuché un rumor que me hizo entrar en modo alerta. ¿Eran eso tambores?
Todo el que me conoce sabe que los tambores me vuelven loca. No es una expresión hecha; literalmente, enloquezco ante cualquier tipo de percusión, especialmente la más básica, rollo timbales o así. Mis caderas –esas que alguien definió como “arma blanca”- cobran vida propia, respondiendo al llamado de ese sonido primario.
Así que, cuan zahorí con varita de buscar agua en el desierto, seguí el rastro auditivo que me llevaría hasta la fuente del sonido. La fuente resultó ser un grupo de cuatro brasileños a cual más cañón tocando en plan Mayumaná con un sintetizador guarro, cubos de basura y hasta una lijadora electrónica que causó una catarsis en los oyentes.
Tardé exactamente dos décimas de segundo en descalzarme y empezar a contorsionarme al ritmo loco de aquella percusión. Todo el mundo parecía estar en una especie de trance, moviendo el culo compulsivamente, frotándose con el de delante o con los ojos cerrados, disfrutando en solitario. Ese es el poder de la música; los ingeniosos sonidos marcaban un ritmo infernal y arrancaban a la gente exclamaciones.
Me dediqué a observar a los cuatro chicos. Todos llevaban pantalones de campaña, tres cuartos con bolsillos enormes que les hacían parecer miembros de una guerrilla. Fantaseé un momento con la idea de unas Brigadas Sexy que intentaban ganarme para su causa, hasta que algo detuvo mis pensamientos. Uno de ellos no me quitaba ojo. Botaba encima de un bidón enorme, dibujando los graves de la melodía. Con una fuerza increíble, cada vez que saltaba se elevaba el bidón, dejándolo caer con un ruido corto y retumbante.
Sus brazos y piernas se tensaban como las de un felino cada vez que emprendía una nueva acometida con el bidón, estaba brillante de sudor y tenía los ojos negros y profundos. Seguí bailando sólo para él, al ritmo de su tempo, atrapada por ese derroche de energía. Sentía cada “pum, pum” como una oleada, como un mandato, y el tipo no tenía piedad; incrementaba el ritmo hasta hacerme jadear de cansancio, lo reducía hasta hacerme desear más. Increíble. Y todo esto sin tocarme un pelo. Madre del amor hermoso.
La cosa llegó a su clímax cuando uno de sus compañeros le cambió el bidón por uno de esos cubos de basura metálicos donde hacen las fogatas los jomelés en las pelis de Nueva York. Fogata la que se me lió a mí dentro. Este cubo tenía tapa y, mientras uno de los chicos iba echando agua encima de la tapa, mi brasileiro se desgañitaba con unas baquetas produciendo un sonido acuoso.
Es que no sé si me estoy explicando bien: tenía frente a mí a un tipo medio desnudo y salvaje dándole con todas sus fuerzas a un tambor con los ojos cerrados y el rostro concentrado en un gesto de esfuerzo, salpicándome agua, empapándose el pecho, el pelo… Todo eso a ritmo de samba, con mis caderas funcionando por libre y un calor subiéndome hacia arriba.
Había perdido la noción del tiempo, no sé cuánto rato llevaba allí descoyuntándome, metida en un túnel sensorial. Mi amiga se había marchado. De hecho, casi todo el mundo se había marchado. Bonito espectáculo debía haber dado allí sola, en mi éxtasis particular.
Riéndome entre dientes, me acerqué al chiringuito cercano a pedir una botella de agua. Pagué y, en la misma barra, me bebí la botellita de un trago, sin respirar, echándome la mitad por encima de la camiseta sudada. Cuando estaba dejando la botella vacía encima de la barra, noté una presencia detrás de mí. Alguien estaba lo suficientemente pegado como para que notara su respiración y las partes más salientes de su cuerpo –esto es, su merienda a una altura estratégica de mi trasero-, y lo suficientemente despegado como para no tocarme prácticamente.
Me dí la vuelta y me encontré con él. Creo que era él, sólo podía ver sus ojos hipnotizantes, negros, hondísimos.
- Me chamo Hugo, mas todos me chaman Juan.
- …
Y ya no pude decir nada más, porque me besó sin preguntar. Lo hizo con parsimonia, sin prisa, recreándose en los movimientos, estableciendo las pausas adecuadas, alternando lengua y labios en una coreografía perfecta. Sabía lo que tenía que hacer, el jodío de él.
La pregunta es, ¿puede una persona llegar al orgasmo sólo con palabras? Ese tío me hizo el amor con el sonido de su voz, allí, en medio del Parque del Retiro; y siguió haciéndomelo de camino a casa cogidos de las manos, y una vez allí mucho antes de llegar a la cama, antes de bailar encima y debajo de mí, antes de hacerme bailar al ritmo imaginario de la percusión.
Qué queréis que os diga, el llamado del tambor es el llamado del tambor.
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