jueves, 22 de mayo de 2014

DESPEDIDA DE SO HORTERA

Al igual que “la juerga indigna” (véase la entrada “La maldición del Hotel Asturias”), la despedida de soltera es una de esas celebraciones a las que ningún ser humano sin cola debería renunciar, al menos, una vez en la vida. En la despedida de soltera se desatan las pasiones más bajas, los instintos más primarios de una mujer: la Maruja que todas llevamos dentro. Cualquier intento que haga de describíroslo no puede siquiera acercarse a la vivencia real.

Llego elegantemente tarde, lo que me permite disfrutar de una panorámica fidedigna de la situación. Impidiendo el paso a los camareros en la arteria principal de un restaurante italiano, doce mujeres hablan al mismo tiempo, de pie junto a su mesa. Se besan, se tocan el pelo “¡estás divina!”, evalúan sus respectivos modelitos y gritan histéricamente sin ningún motivo aparente.

Llego, pues, en el mejor momento. Saludo a la futura novia, ideal en su papel de reina-por-un-día, que me tiende los brazos gritando y después me besa sin rozarme las mejillas.

Por fin nos sentamos y, dado que he llegado la última, me siento en el único sitio libre: junto a esa amiga que a ninguna nos cae bien, pero que la novia ha considerado imprescindible invitar por pura hipocresía social.
-    ¡Hace SIGLOS que no te veo! Te está costando recuperarte del embarazo, ¿no? ¿hace cuánto diste a luz?
-    Seis años. (Soputa). Tú, sin embargo, estás igual de gorda que siempre.
-    ¡Ja, ja, ja! ¡Ay, cómo eres…!

Imposible atender a una sola conversación. Prácticamente hay doce en marcha, una por cabeza. Así que me dedico al vinillo y a pensar lo estropeadas que están todas –menos yo- después de tantos años sin vernos. Después de que hayan rulado todos los móviles con fotos de los hijos –¡una tiene el insuperable detalle de traerse el marco de encima de la chimenea con la foto de estudio de sus churumbeles!- y tres botellas de lambrusco más tarde, todas competimos por ser el centro de atención. Este es el momento en que viene lo más interesante; la competencia es dura, así que habrá que ver quién cuenta el cotilleo más fuerte.
-    ¡Bueno, bueno! ¿Os acordáis de Mariela, la mujer de Juan el dueño del Peko’s?
-    ¿Te refieres a “la zorra”?
-    Sí, sí. Bueno, sabéis que acaba de tener un hijo, ¿no?
-    Ah, sí. Me la encontré en el médico el otro día con el niño. Más feíto el pobre, parece que tiene hidrocefalia. Claro, que Juan también va sobradito de cabeza…
-    ¡Ja! No creo que se parezca a él. Resulta que Juan… ¡es ESTÉRIL! Me lo dijo mi ginecóloga, que la trató a ella porque al principio pensaban hacerse un tratamiento de fertilidad…
-    ¡NOOOOOO!
-    ¡Qué fuerte!
-    ¡Qué hijadeputa! Con lo majo que es él. Y pensar que estuvimos a punto de liarnos una vez… Y fui yo la que le dije que no, ¿eh? Lo que son las cosas, podría haberle salvado de esta vida de humillación.
-    Pues no sé yo, mari. Con su cabeza y tu culo, hubierais parecido una familia de Barbapapás.


Risotada general. Ya me he ganado el odio de una. La aludida enrojece. Me mira con ojos vengativos y no vuelve a dirigirme la palabra en toda la noche. No hay mal que por bien no venga.

Entre cotilleos y lambrusco frizzante, llega el momento culminante de la noche justo cuando alcanzo el puntillo: entro en modo friki irremisiblemente. Si ya teníamos a medio restaurante acojonao, ahora esos pobres incautos van a perder algunos clientes. Es el turno de los regalos.

Ninguna despedida de soltera puede superar el umbral de indignidad sin estos iconos: mini-prepucios saltarines a cuerda, cirios fálicos, pajitas para refresco con la punta en forma de cola… son imprescindibles para pasar “al otro lado”. Todos los obsequios, de los que sin duda lo que más merece la pena es ir a comprarlos en tropel (cuatro o cinco tías enloquecidas trotando en un sex-shop pueden convertir en adicto al Lexatin al dependiente más curtido), parecen querer transmitir un único y engañoso mensaje: te vas a jartar.
-    ¡Ay qué monada! ¿Y esto para qué es?
-    Por ahí no, hija, qué estrecha. Eso se mete “por detrás”.
-    ¡Uuuuuuuuh, qué fuerte, tía!
-    Pues yo “por ahí”, vamos, ni el bigote de una gamba…
-    Tú te lo pierdes, chica.
-    ¡Anda, mira, una víbora!
-    Se llama “boa”, y es para que tu Manolo se ponga berraco con un striptease como Dios manda.
-    Sí, eso. Y hazlo antes de que engordes cien mil kilos con el primer embarazo…


Tengo esa extraña sensación circundante de “quién coño te ha pedido tu opinión”. Esos ceños fruncidos no auguran nada bueno, así que creo que ha llegado el momento de hacer mutis por el foro. Aquí no hay nada más que rascar.
-    Buedo, chigas, be voy.

Trato de besar a la futura novia, pero en mi intento de abrazo le tiro una copa de champán en el canalillo. Hasta la última gota. La homenajeada me pega una sonora bofetada en toda la jeta, que hace que me pite el oído derecho. Puede que mi mirada no esté todo lo enfocada que debería, pero tampoco es para eso. Instintivamente, se la devuelvo, pero por error la hostia le rompe las gafas a otra que estaba al lado.
-    ¡Oops! Berdona.

Ese simple gesto abre la veda. En una escena de saloon, las chicas se desmoñan unas a otras, vuelan los pendientes y se rompen uñas. Dejo a la hermana de la novia quitándose el tacón para salvar a su amiga de las garras de otra, y me arrastro hacia la salida sin ser vista. Hacía tiempo que no lo pasaba tan bien. “¡Daaaxiii!”.

Antes de quedarme dormida en el taxi pienso que será genial volver a verlas a todas la semana que viene, en la boda.

OVERBOOKING

Pues sí. Una cosa es disfrutar de un amante para cada día de la semana, como ocurre en mi agenda ideal, y otra muy distinta que se te acumule el trabajo. Que el estrés es malísimo para el cutis.

Aquel día era jueves. Tocaba psicoanalista –ese tipo debería pagarme A MÍ por hacer su vida más apasionante- y la visita quincenal de Paul. Este es uno de mis prospects más antiguos, somos casi como un matrimonio viejo. No es que sea francés ni nada de eso: es, simplemente, un hortera. Se hace llamar Paúl, así, acentuado en la “u”. En su simpleza, piensa que así ligará más por exotismo. Como si una no fuera a darse cuenta de su acento murciano.

Paul y yo nos conocimos en la frutería, para que os hagáis una idea. Me abrió la puerta para que saliera y se vino detrás, directamente. Adiós al cuarto kilo peras que iba a comprar: había avistado unas peras que le interesaban mucho más. Yo me dejé querer, porque el tipo tiene muy buena planta y porque además se ofreció a llevarme las bolsas hasta casa –fue una época en la que me dio por comprar en las tiendas del barrio en un ataque de autenticidad castiza que, afortunadamente, no duró mucho-.

Total, que cuando llegamos allí, no se me ocurrió otra forma de agradecérselo que aceptar esas cañas que me proponía. Así empezó nuestra historia de follamigos, que ambos manteníamos a base de buen humor y polvos con confianza, ambas cosas de agradecer en estos tiempos que corren. Como era veterano, quedábamos cada quince días, como quien tiene cita en el naturjaus.

Pero sucedió que yo acababa de volver de vacaciones. Habiéndome dejado otra historia en ciernes antes de marcharme, pasé el verano trabajándome a mi futuro amante a base de guasaps, unas veces esquivos, otras veces prometedores. Para ir calentando el ambiente. Se trataba de Jaime. No os lo vais a creer: el que corta la arizónica en mi urbanización. Ya sé que suena a peli de los ochenta, pero me ligué al fornido jardinero.

Un día salgo a la piscina dispuesta a darme un bañito de sol, y ¿qué creéis que ven mis ojitos? A un tío semidesnudo y sudoroso con una sierra eléctrica. Joderrr. Casi se me salen los ojos de las órbitas.

En mi aturullamiento, tropecé con la tumbona de mi vecina Cuca, una cincuentona churruscada y teñida de rubio platino. Después de sobresaltarme al ver su bañador de estampado de tigre (cuyo escote hasta el ombligo tapaba apenas los pezones de esos pechos que me hicieron pensar en manzanas asadas), le pedí perdón y continué hasta el extremo de la piscina que me ofrecía una vista más completa del gachó en cuestión.

La mañana transcurrió imaginándome con todo lujo de detalles la versión X de La matanza de Texas. Era como sigue; llamaban a la puerta y yo estaba tomando un baño de espuma en ese momento, así que abría con lo puesto: la espuma propiamente dicha y nada más.
Él portaba su sierra eléctrica a la altura de la cadera. Con un brazo que ríete tú de Popeye, accionaba la herramienta, que empezaba a rugir con un sonido ensordecedor. Yo decía “¡oh!” tapándome la boca con una mano y él, manteniendo el tipo entre temblores, me decía: - ¿Te podo el seto, muñeca?

En ese momento salí de mi ensueño. - ¿Perdón? - Que si quiere que le pode ahora la arizónica de su jardín. La comunidad incluye este gasto para las casas con jardín individual.

Y así empezó todo. Se vino para casa, le serví una cervezuela, y… parece ser que mi arizónica estaba muy pero que muy descuidada, así que harían falta varios días para terminar el trabajo, etc. Tardó 6 sesiones, concretamente, en dejarme el jardín pelao.

Entretanto, fuimos cogiendo confianza y el último día, antes de irme de vacaciones, decidí lanzarme en plancha porque el tipo parecía tímido. Tomé un trago largo de mi cerveza y le aticé un morreo que se quedó tieso. Después de unos besucos y magreos superficiales, se marchó, emplazándome para la vuelta de las vacaciones.

Y la vuelta de las vacaciones era ahora. Y llevábamos toda la mañana enviándonos mensajes cargados de hormonas, y yo ya no podía esperar más para catar al prenda, así que en el último le dije “ven acá pacá”. Vaya si vino. Sin la sierra, pero con la herramienta a punto. Vamos, que no llegamos al catre: ¡ay, si las paredes de mi pasillo hablaran!

Dos caliqueños después, mientras trataba de recobrar el aliento concentrándome en el ajedrezado del parquet, recordé qué día era hoy. Jueves. Psicoanalista. ¡Paul! Empecé a pensar rápidamente. Eran las 19,30h y a las 20h, puntual como sólo un tipo que se hace llamar Paúl puede serlo, se presentaría mi otro partenaire, presto a bailar la danza del amor.

Y yo estaba en el suelo de mi pasillo, en pelotas y completamente despelujada junto a un pedazo de maromo. Hice lo único que podía hacer. Sobresaltada, exclamé: - ¡Dios mío, tienes que irte ahora mismo! ¡Mi marido está a punto de llegar! 

Madre mía, pobrecillo. Es que ni se detuvo a preguntar. Nunca he visto a una persona vestirse tan de prisa y pasar de un apuesto bronceado a un tono verde bilis en tan poco tiempo. Cuando llegó Paul, aquí no ha pasado nada. Por supuesto, no le conté nada de la confusión, así que tuve que rendir como la que más. Y encima el tío venía con ganas.

Así que, cada vez que voy a embarcarme en una nueva aventura amorosa, mi lesión lumbar me recuerda que mire bien la agenda. Como diría mi padre, “ mejor en pequeñas diócesis”.

jueves, 29 de julio de 2010

UNO PARA TODAS


La noche empezó rarita. Quizá fuera la influencia de la temperatura estival, y ese vientecillo que ya huele a verano, a terrazas abarrotadas y a aftersun nocturno, pero estábamos todos revueltos. Esas traicioneras fotos del día siguiente vienen a darnos una no solicitada sobredosis de realidad en forma de rímeles corridos, ojos inyectados en sangre y excesos de confianza junto a perfectos desconocidos, espontáneos que saltan al ruedo de la noche con el sano objetivo de restregar la cebolleta.

El caso es que el momento exaltación de la amistad se llevó hasta las últimas consecuencias esa noche. Una amiga nos invitó a su casa a celebrar la versión golfa de la fiesta del pijama, algo así como la fiesta del salto de cama: una deliciosa cena oriental home-made aderezada con estupendos vinillos. Para los postres ya habíamos contado con pelos y señales nuestras últimas experiencias con el sexo débil.

Este es un ritual de exhibicionismo que a las mujeres nos encanta practicar, ideal para desquitarse del último gatillazo (Léase “Llámame DAPHNE”: Damnificada por Homo No Erectus) o para poner verdes de envidia y algo cachondas a las amigas con el relato pormenorizado de alguna aventura sexual de esas que hacen historia. También es el momento de liarnos la manta a la cabeza e invitar a ese vecino cañón del que tanto habla la anfitriona a tomarse un chisme rodeado de ninfas.

Allá que va la dueña del piso junto con la más osada a traerle a sus amigas un regalito para la vista.
-       ¿Sí? ¡Ah!, hola…ehm…
-       Amanda. Nos conocimos la semana pasada, en el ascensor. El caso es que tengo a mis amigas cenando en casa, les he dicho que eres un pibón y no se lo creen, las tías.
-       ¿Ah, sí? Ja ja ja (risa tímida).
-       ¿Te apetece pasar un momento? Hay güiji y ron.
-       Es que estaba liado, tengo una cosa en el fuego.
-       ¿Cocinando y sin mandil? No cuela. Hala, te esperamos en cinco minutillos. No me dejes mal…

Esto último lo dice mi amiga mientras le lanza La Mirada Zorrúpeda, una caidita de ojos infalible que toda mujer debería tener entre sus estratagemas de seducción.

Muertas de risa, volvemos a la casa y anunciamos que el vecino –buena percha, camisa de marca y pelito engominao estilo señorito andalú-, llegará en cinco minutos. Aquí es cuando al vecino le llega con claridad a través del delgado tabique un repentino griterío de gatas en celo, algo así como el equivalente a la celebración masculina de un gol de la Eurocopa.

El baño, hasta entonces relegado a las tareas más sufridas, pasa a ser la estancia más solicitada del hogar: cinco mujeres se amontonan frente al espejo, retocando eyeliners, dándose unos brochazos de blush aquí y allá, frunciendo morritos para aplicarse el gloss y levantando una ceja seductoramente para evaluar el resultado. Hay tensión. Sin decirlo, todas pensamos lo mismo: que gane la mejor. 

El vecino, ajeno al alboroto que está causando, quita con el bajo de la camisa unos restos de polvo de la botella de champán que porta en la mano. Después de llamar al timbre, expectante y algo divertido, escucha un ruido que sólo podría definir como una estampida de ñúes: el sonido de cinco pares de tacones de aguja corriendo sobre el suelo de tarima para colocarse naturalmente en sus sitios. Cuando entra el vecinito, “aquí no ha pasado nada”.

Un tipo que se atreve a acudir como único macho a una reunión de cinco locas sexualmente liberadas, merece todos mis respetos. Por supuesto, sé que ninguna tiene nada que hacer estando yo –mi sex-appeal se ha demostrado imbatible en numerosas ocasiones-. La ausencia de un desafío competitivo me aburre mortalmente, así que pensé que podíamos jugar un poco y compartirlo como buenas amigas.

La vida aún es capaz de traerme agradables sorpresas: él se muestra totalmente receptivo y no se amilana. En este punto me veo obligada a hacer un paréntesis. Existe un mito acerca de que retozar con unas cuantas es el sueño dorado de cualquier hombre. Pero enfrentarse a un sueño hecho realidad requiere una buena dosis de pelotas, si me permitís tan masculina expresión. Me he encontrado con hombres que al hallarse en presencia de una sola mujer con sus prioridades claras, han bloqueado sus receptores de erotismo y acometido una estrategia de “abortar plan, repito, abortar plan”. Yo lo llamo el Síndrome del Reculamiento Súbito.

Comprended mi emoción cuando vi que el vecinito –dejémoslo así, es mucho más sexy que saber su nombre- entraba al trapo como los miuras. Pusimos sobre el tapete las opciones clásicas de cualquier fiestuki cachondona que se precie y ganó por goleada el juego del hielo. Como sabéis, este refrescante jueguecito- excusa de innumerables morreos que nunca se hubieran producido en otras circunstancias- consiste en pasarse un hielo con la boca sentados en círculo. Pierde el que ve derretirse el hielo en su boca. En la versión tradicional, el perdedor bebe. El vecino sugirió quitarse una prenda. Un crack.

Veinte minutos después, bebíamos champán en los Sacha London de la anfitriona, una cucada en tela vaquera con lunares blancos, dejándola con un solo zapato como última prenda… a no ser que estuviera dispuesta a quitarse la ropa interior.

Como en una ruleta rusa, en el juego de las prendas sólo resisten los psicológicamente más fuertes. Las más recatadas se dieron a la fuga tras quedarse en pelés y ante la amenaza de pasar a mayores, pero al macho bravídor no había quien le tumbara. Sentados a la mesa e iluminados por un halo de luz lleno de humo, como en una partida de póker ilegal, sólo quedamos el vecino –al que sólo le separaban del desnudo integral unos irresistibles Aussiebum negro brillante como unos rockies de boxeador-, la anfitriona -vestida con un cigarrito More ultrafino y un solo tacón- y la que suscribe.

Deposité mi penúltima prenda –mi inseparable alianza de plata- encima de la mesa y me levanté muy despacio, para no tropezar con las prendas caídas. Subida en mis tacones, aún alcancé a decir algo antes de desaparecer tras la puerta que daba acceso a las habitaciones. Si tardáis mucho en venir, no me esperéis despierta.

lunes, 26 de julio de 2010

EL GUSTO ES MÍO (OH, SÍ)

No sé qué pensáis vosotros: yo creo que la gente está tan obsesionada con echar un polvo -con marcarse el tanto, me refiero-, que una vez conseguido, se hace de cualquier manera. Se está perdiendo el espíritu lúdico. ¿Qué fue del polvo artesanal?

Por eso me sorprendió gratamente conocer a Miguel, al que podría definir como “un tipo normal”. Fue en La Latina, en una jornada full-time a la que yo me había reenganchado tarde, pero segura. Cuando llegué, mis amigas ya habían hecho todo el trabajo sucio y estaban en el Berlín Cabaret adheridas a un grupito de maromos. Galleguiños.

Lo malo de llegar tarde es que cuando llegas ya está hecho el reparto. Es como en los cromos, pero en vez de “sile, nole”, el rollo va de “este pa ti, este pa mí”. Por algún motivo no especificado, en mi Miguelito no había puesto los ojos ninguna lagartona (en la guerra no hay amigas, sólo contrincantes). Y no será porque no era mono –era como una imitación de Robbie Williams, pero del todo a cien-. El destino es así. Ese estaba reservado para mí.

He conocido a muy variados tipos de seductores: el gigoló, que te guiña un ojo en mitad de un polvo provocando el descojone y consecuente pérdida de la líbido; el que se ama a sí mismo por encima de todas las cosas, que da ganas de vomitar; el elegante, que da el pego hasta que arquea una ceja en plan irresistible y la caga… Ya sabéis lo que me gustan las clasificaciones.

Miguelito era del tipo vacilón, de esos a los que se les nota a la legua de qué palo van, pero se lo toman tan a broma que te acaban cautivando. Empezó a jugar desde el minuto cero. Y yo, que estaba en una de esas noches “¿y por qué no?”, le seguí el juego.

Y eso que el juego era infantil de cojones. Ahora lo pienso y hay qué ver qué cosas de vergüenza ajena se hacen en los momentos de ligoteo. Está bien, acabemos de una vez con esta farsa, lo diré: se apostó un beso. Ya oigo vuestras carcajadas, y el sonido de mi glamour al caer al suelo estrepitosamente.

Me empezó a tomar el pelo con el viejo truco de “¿andá, ¿qué tienes ahí?”, y cuando miras te dan una humillante tobita. Creo que la última vez que me hicieron eso me acababa de venir mi primera regla. Por lo menos. El caso es que yo empezaba a sentirme muy imbécil. Eso es malo, muy malo. Entré al trapo como los miuras y le dije que no tenía huevos a hacérmelo otra vez.

Él lanzó una apuesta: el que ganara al otro, podía darle un beso “donde quisiera”. En modo regresión-a-la-adolescencia, empecé a tomármelo a risa.

Vamos, que me dejé ganar.

A los tíos les encantan las tías un poco tontitas –reconocedlo-, así que Miguel estaba encantado con eso de haberme burlado de nuevo. Qué sencillo es hacer feliz a un hombre. El donjuan exigió su premio. “Cierra los ojos”. Cerré los ojos, ¡y me pegó un pedazo de muerdo que rechinaron los cimientos del Berlín!

Bueno, bueno, bueno. Me temblaban las canillas y todo. ¿Nunca os habéis puesto cachondos sólo con un beso? Hay gente que te besa y es como morrear a un lagarto de lengua rasposa y dura –el SFP, Síndrome del Fumador de Petas-. Este era un beso extra-húmedo, fluido, blandito. Trabajao, vaya. No pude por menos que devolvérselo, y obsequiarle con un buen tiento al culo –durito como una piedra- de propina.

Después ya no pude pensar en nada más. Quería más de esos labios carnosos, me sobraba la copa de compromiso. Esa que te tomas después de enrollarte con un tipo, por no irte derecha a la piltra, que parece que hace feo.

- ¿Quieres tomar algo?
- En absoluto.
- Pero… ¿una cocacola aunque sea?
- No. ¿Nos vamos?
- Bueno, espera que me tome mi copa.

Mierdapati. Le trinqué en plan boa constrictor hasta que conseguí que tuviera la misma urgencia que yo por marcharse.

Durante el trayecto en coche se me puso timidito. Irresistible. Pero cuando llegamos a casa, el tío empezó a recopilar su atrezzo. Pidió un vaso de agua, que dejó cerca de la cama. Nos besamos. Se desnudó mientras yo le miraba con el pecho arriba y abajo, respirando a toda máquina.

Luego me desnudó a mí, sujetándome suavemente los brazos, sin dejar que yo hiciera nada, que me moviera siquiera. Y siguió jugando después, cuando recogió mis medias del suelo y me tapó los ojos. Parecía un mago hablando a su público: me explicó lo que iba a hacer. Que me iba a vendar los ojos, y que me iba a hacer un masaje por todo el cuerpo… ¡sin utilizar las manos!

Muy bien pensado lo de anular el sentido de la vista; el tío me tenía entregada, esperando. Sentí que cogía el vaso de agua y bebía. Un segundo después, una sensación como de seda fría me invadía la cintura. Vertió el agua ahí, haciendo de mi ombligo su cuartel general, la base desde la que partió para recorrer mi cuerpo hacia arriba y hacia abajo, sólo con su lengua.

Al rato, cualquier rastro de voluntad en mí era un mero recuerdo. No podía verle, pero le oía; un tipo expresivo, de los que no abundan.

Mantuvo el juego hasta el final. Cuando acabamos, él mismo me destapó los ojos, y me encontré a un tipo sudoroso con expresión diabólica. “He ganado”. Y para colmo de la perfección, se vistió, me dio un beso largo y se marchó.

A la chorvoagenda que vas.

BRASIL… NOSSA SENHORA!


¿Qué tendrán los brasileiros? Quizá, por una especie de ósmosis con el clima, se vuelven todos húmedos y calientes. O a lo mejor están todo el día cachondos de oírse hablar unos a otros en ese idioma suyo tan sugerente… el caso es que los portugueses a mí me dejan fría, fíjate. 

Ay, mira, no sé. Yo entiendo que el tema de los latinos y especialmente el de la sensualidad brasileña está muy manido, que son lugares comunes, etc. Pero no podría perdonármelo si dejara de compartir con vosotros esta experiencia que he tenido la fortuna de vivir en mi propia personita. De hecho, creo que ningún ser humano –de cualquier sexo- debería dejar de catar a un filho de Brasil, al menos una vez en la vida.

La culpa de todo la tuvieron los tambores. Y esta imaginación que Dios me ha dado. Hacía muchísimo calor la otra noche, el cuerpo pedía calle, así que me fui con una amiga a pasear por el Retiro madrileño. Normalmente en verano, este parque -y la ciudad entera, en realidad- se convierten en un espectáculo callejero.

El Retiro hervía de gente a las dos de la mañana, como si fueran las cinco de la tarde. Empezaba a deprimirme ante el penoso espectáculo de un yonqui famélico que trataba de imitar a Michael Jackson (en realidad bastante tenía con intentar mantenerse en pie, y a punto estuvo de dejarme inapetente de por vida cuando realizó su famoso golpe pélvico con tocatta di huevi incluida), cuando escuché un rumor que me hizo entrar en modo alerta. ¿Eran eso tambores?

Todo el que me conoce sabe que los tambores me vuelven loca. No es una expresión hecha; literalmente, enloquezco ante cualquier tipo de percusión, especialmente la más básica, rollo timbales o así. Mis caderas –esas que alguien definió como “arma blanca”- cobran vida propia, respondiendo al llamado de ese sonido primario.

Así que, cuan zahorí con varita de buscar agua en el desierto, seguí el rastro auditivo que me llevaría hasta la fuente del sonido. La fuente resultó ser un grupo de cuatro brasileños a cual más cañón tocando en plan Mayumaná con un sintetizador guarro, cubos de basura y hasta una lijadora electrónica que causó una catarsis en los oyentes.

Tardé exactamente dos décimas de segundo en descalzarme y empezar a contorsionarme al ritmo loco de aquella percusión. Todo el mundo parecía estar en una especie de trance, moviendo el culo compulsivamente, frotándose con el de delante o con los ojos cerrados, disfrutando en solitario. Ese es el poder de la música; los ingeniosos sonidos marcaban un ritmo infernal y arrancaban a la gente exclamaciones. 

Me dediqué a observar a los cuatro chicos. Todos llevaban pantalones de campaña, tres cuartos con bolsillos enormes que les hacían parecer miembros de una guerrilla. Fantaseé un momento con la idea de unas Brigadas Sexy que intentaban ganarme para su causa, hasta que algo detuvo mis pensamientos. Uno de ellos no me quitaba ojo. Botaba encima de un bidón enorme, dibujando los graves de la melodía. Con una fuerza increíble, cada vez que saltaba se elevaba el bidón, dejándolo caer con un ruido corto y retumbante.

Sus brazos y piernas se tensaban como las de un felino cada vez que emprendía una nueva acometida con el bidón, estaba brillante de sudor y tenía los ojos negros y profundos. Seguí bailando sólo para él, al ritmo de su tempo, atrapada por ese derroche de energía. Sentía cada “pum, pum” como una oleada, como un mandato, y el tipo no tenía piedad; incrementaba el ritmo hasta hacerme jadear de cansancio, lo reducía hasta hacerme desear más. Increíble. Y todo esto sin tocarme un pelo. Madre del amor hermoso.

La cosa llegó a su clímax cuando uno de sus compañeros le cambió el bidón por uno de esos cubos de basura metálicos donde hacen las fogatas los jomelés en las pelis de Nueva York. Fogata la que se me lió a mí dentro. Este cubo tenía tapa y, mientras uno de los chicos iba echando agua encima de la tapa, mi brasileiro se desgañitaba con unas baquetas produciendo un sonido acuoso.

Es que no sé si me estoy explicando bien: tenía frente a mí a un tipo medio desnudo y salvaje dándole con todas sus fuerzas a un tambor con los ojos cerrados y el rostro concentrado en un gesto de esfuerzo, salpicándome agua, empapándose el pecho, el pelo… Todo eso a ritmo de samba, con mis caderas funcionando por libre y un calor subiéndome hacia arriba.

Había perdido la noción del tiempo, no sé cuánto rato llevaba allí descoyuntándome, metida en un túnel sensorial. Mi amiga se había marchado. De hecho, casi todo el mundo se había marchado. Bonito espectáculo debía haber dado allí sola, en mi éxtasis particular.

Riéndome entre dientes, me acerqué al chiringuito cercano a pedir una botella de agua. Pagué y, en la misma barra, me bebí la botellita de un trago, sin respirar, echándome la mitad por encima de la camiseta sudada. Cuando estaba dejando la botella vacía encima de la barra, noté una presencia detrás de mí. Alguien estaba lo suficientemente pegado como para que notara su respiración y las partes más salientes de su cuerpo –esto es, su merienda a una altura estratégica de mi trasero-, y lo suficientemente despegado como para no tocarme prácticamente.

Me dí la vuelta y me encontré con él. Creo que era él, sólo podía ver sus ojos hipnotizantes, negros, hondísimos.
-       Me chamo Hugo, mas todos me chaman Juan.
-      

Y ya no pude decir nada más, porque me besó sin preguntar. Lo hizo con parsimonia, sin prisa, recreándose en los movimientos, estableciendo las pausas adecuadas, alternando lengua y labios en una coreografía perfecta. Sabía lo que tenía que hacer, el jodío de él.

La pregunta es, ¿puede una persona llegar al orgasmo sólo con palabras? Ese tío me hizo el amor con el sonido de su voz, allí, en medio del Parque del Retiro; y siguió haciéndomelo de camino a casa cogidos de las manos, y una vez allí mucho antes de llegar a la cama, antes de bailar encima y debajo de mí, antes de hacerme bailar al ritmo imaginario de la percusión.

Qué queréis que os diga, el llamado del tambor es el llamado del tambor.

jueves, 15 de julio de 2010

Deténgame, señor agente

¿Qué tendrán los uniformes? De las pelis italianas de Jaimito hasta Oficial y Caballero, pasando por Sexy Academia de Policía o Siete Porras para Siete Hermanas, el uniforme ha despertado las líbidos más variopintas.

Puede que fueran esos pantaloncitos tan ajustados marcando cuadriceps, o esas botas lustrosas hasta la rodilla que parecían estar hechas para jugar a jockeys y caballitos. Si es que van provocando, leche. El caso es que cuando vi acercarse a aquel buen mozo a través del retrovisor interior de mi Fiat Spider descapotable de alquiler, me entraron unas ganas irresistibles de insubordinarme.

Era uno de esos policías costeros que van a caballo, haciendo un conjunto bastante agradable a la vista. El tipo –apenas un chaval, no creo que llegara a los treinta- llegó a pie hasta el coche, situando su pelvis justo a la altura de mi brazo. Yo lo dejé ahí, apoyado sobre la ventanilla bajada, y le hice un barrido visual de abajo arriba que ríete tú de los obrerillos libidinosos.

Traía unas Raiban de espejo al más puro estilo macarra-festivo y, sin ver el peligro, se inclinó hacía mí para hablarme. Sudaba –quizá por los 40 grados a la sombra que marcaba el termómetro- y al acercarse pude oler su olor. La camisa se le pegaba un poco en las tetillas, del calor. Pensé “no tejcapas ni con alas”, y compuse mi cara de no haber roto un plato más convincente.

- Buenas tardes, señorita. ¿Puede hacer el favor de mostrarme la documentación del coche?
- ¿Ha pasado algo, señor agente?- dije, quitándome las gafas de sol para parecer más inofensiva.
- ¿No sabe usted que por aquí no se puede girar?- se hacía el severo, pero me recorría la cara con los ojos.
- ¡Huuuuuuuuy! ¡Pues no me he dado ni cuenta!
- Tiene usted una señal bien grande justo ahí, ¿ve?
- Ah. ¿Me vas a multar? –empecé a tutearle. A los Policías les encantan las chicas descaradas (amiguitos, no tratéis de hacer esto en vuestras casas, especialmente si no sois chicas guapas).
- Ya veremos.

Esto último lo dijo sonriendo y mostrándome unos dientes blanquísimos, de esos de grandes paletos que dan un aspecto aniñado a los tíos.

Uhhhh, vaya vaya con el pequeño policeman.

Apoyó ambas manos en la ventanilla de mi coche, de forma que tuve que quitar el brazo. Se inclinó en plan chulesco y me dijo, bastante cerca:
- ¿Sabe usted que está prohibido conducir así?
- ¿Cómo? ¿Ir semidesnuda es ilegal?

Yo sólo llevaba el bikini, venía de pasar la tarde en la playa, y… bueno, ya he hablado de mi salvajismo veraniego. Él soltó una carcajada sincera, echando la cabeza hacia atrás. I fell in love.

Señaló mis pies.
- Puedo ponerte una multa ahora mismo por conducir sin zapatos.

Le miré desde abajo, con cara de insumisa.
- No pienso pagar ninguna multa. Lo mejor será que me detengas ahora mismo.

Volvió a hacerlo. Volvió a reirse con todas sus ganas echando hacia atrás la cabeza, y me puse muy pero que muy nerviosa ante la sola perspectiva de que mi farol funcionara.
Después de reirse, se me quedó mirando muy serio, con los brazos en jarras sobre las caderas, como sopesando el asunto. El tipo no se quería arriesgar, a fin de cuentas estaba de servicio. Viéndole indeciso, me lancé yo.
- Hacemos una cosa. Te pago unas cañitas y nos olvidamos de la multa, ¿sí?

Ahora sí que la había cagado. Sacó su bloc de multar a las personitas y empezó a garabatear con una cara muy seria. Después arrancó la multa, me la dio y dijo: “circule, por favor”.

Yo arranqué, más cabreada que una mona, hasta que me dio por mirar la jodía multa. Decía: “En la terraza del Baluma, a las 10”. ¡Yuhuuu! Tenía dos escasas horas para decidir qué ponerme. ¡Qué estresante es ser una mujer irresistiblemente atractiva!

Llegué tarde, claro, enfundada en un vestido de lamé dorado cortísimo muy Sharon Stone. Él me vio antes; lo cierto es que me desilusionó un poco que no llevara el uniforme, pero estaba bien guapetón. Daba ternura verle tan peinadito, parecía un niño formal.

Fue una cosa muy rara, parecíamos novios. En la mesa, enseguida empezó a tocarme las manos. Las suyas estaban muy calientes, y sus dedos eran fibrosos. Por las manos de la gente se puede saber más o menos la complexión del cuerpo. Hay manos de tacto blandito y pusilánime que dicen “soy torpe” a gritos. Estas eran fuertes y tensas, de tacto suave pero basto. Esas manos tenían que saber cómo tocar.

Era un tipo muy “orgánico”, como se dice en teatro. Muy corporal. En la terraza, me tocaba las manos, me quitaba el pelo de la cara, me acariciaba la espalda. Ya en mi habitación de hotel, me sobaba el culo, me mordisqueaba, curioseaba aquí y allá, probando y toqueteando todo con el aire de un niño que come tierra del parque para ver a qué sabe.

Le gustaba dominar todo el tiempo. Me llevó a la cama casi en volandas, y allí me dio la vuelta y me separó las piernas como si me fuera a cachear. Yo pensaba que de un momento a otro iba a sacar “la porra”, pero fue mucho mejor. Escuché un “clic” metálico y sentí algo frío que aprisionaba mi mano derecha. El muy guarrete me esposó a la cama, dejándome una mano libre.

Siempre he sabido cuándo tengo que soltar el control, así que hice lo único que podía hacer dadas las circunstancias: relajarme y disfrutar. Ahora ya sé por qué se les llama “policía montada”. ¡Yii-haaa!

Dale caña a la fondue


Yo también tenía muy interiorizado aquello de “con las cosas de comer no se juega”, hasta que vi la escena de la nevera de Nueve semanas y media. Y desde el día en que conocí a Yago, no puedo entrar en la cocina sin ponerme caliente.

En realidad el día que le conocí no pasó nada. Me lo presentó una amiga un sábado cualquiera en un garito cualquiera, y lo primero que me llamó la atención de él fue su envergadura (no confundir con en-verga-dura; aunque después pude comprobar que sí tenía algo que ver). Su cabeza sobresalía entre la masa humana del bar, detalle que me permitió tenerle controlado en todo momento.

Por eso me di cuenta de que me miraba desde lejos. Resulta un poco inquietante que te miren con tanta fijación, pero el tipo no lo hacía rollo perturbado, sino con curiosidad infantil, como esos niños a los que aún no les han enseñado que es de mala educación mirar con fijeza. Yo –como sabéis, no me gusta destacar-, estaba encantada con ese fan improvisado. Y actuaba como una granhermana cualquiera, consciente en todo momento de que las cámaras me estaban enfocando.

Estuvimos toda la noche con el jueguecito. Yo sosteniéndole la mirada en plan te-he-pillado-mirándome, él que sin inmutarse me sonreía como diciendo so-what? Yo pasando a propósito por su lado cuando iba al baño, él apretándose contra mí como el que no quiere la cosa, “que de gente, ¿no?”. Tanta tontería me tenía medio loca ya, cuando vino a despedirse. Con una mano (enoorme) me cogió suavemente la nuca y me atrajo hacia él, rozándome con su mejilla. Olía a tomillo, el muy animal. Y a madera. Pude sentir sus labios en mi oído cuando me dijo “ya nos veremos”. Me besó muy cerca de la boca y se fue, dejándome totalmente desamparada.

Varios fines de semana después, acordamos, con esta amiga y otras más, ir a cenar al restaurante de un amigo antes de las copas. Resultó que ese amigo era Yago. Regentaba el local de una forma cercana, paseándose entre las mesas con el mandil puesto. ¿Para cuándo un tratado sobre la importante carga erótica de esta prenda? Pornochachas, recién casadas que reciben a sus mariditos tras el trabajo con el delantal puesto y nada más… y ahora esto. El mandil, negro y enorme (a mí me hubiera servido como sábana) iba atado por detrás, marcándole el culete. Nostamal.

Si se había sorprendido, no lo parecía. Se acercó a nuestra mesa naturalmente. De día y sin copas de por medio era bastante más mono. Seguía teniendo esa mirada limpia del otro día. Una cosa de lo más atrayente: parecía vicioso y tierno al mismo tiempo. Como esos inofensivos bollos de bizcocho recubiertos de chocolate, que los muerdes y te explota en la boca un lujurioso sirope de frambuesa. Uhmm.

Para mi satisfacción, Yago seguía con ganas de guerra. Tras frecuentes merodeos por nuestra mesa, una de las veces que me levanté para ir al baño me trincó por el pasillo. Tirándome del brazo me llevó a una especie de almacén que había en la parte de abajo. Por encima de la sinfonía de olores, sobresalía un aroma dulzón a pimentón de la vera, muy en sintonía con lo picante del momento. Cogiéndome del culo, cerró la puerta tras de sí. Yo me preparé para LO MEJOR.


Confirmando mi clasificación como tierno-vicioso, tenía una habilidad especial para hacerme las más variadas guarrerías con una mano, mientras me acariciaba dulcemente el pelo con la otra. Sin mediar palabra, empezamos a pegarnos un meneo en plan bestia, como si acabáramos de salir de la cárcel y lleváramos veinte años y un día sin follar. Mientras él hundía su cabeza dentro de mi camisa, yo le desabrochaba los pantalones con ansia. Allí, aparte del zumbido de una especie de generador, sólo se oían respiraciones entrecortadas y churrupeteos. Yago emitía una especie de ronroneo de cuando en cuando, y después decía “mmmh, qué rico”.

Estaba claro que me estaba disfrutando como un pastel, y por lo que se ve era bastante goloso; me cogió del culo hasta que quedé encaramada a su pelvis y así me llevó hasta otro rincón en el que había una mesa de madera rematadamente vieja, junto a unas estanterías en las que había unos botes muy bien alineados.

A estas alturas yo tenía puesta toda la ropa, y sin embargo estaba completamente desnuda. Me sentó en la mesa y terminó de quitarme la camisa como quien desenvuelve un Ferrero Rocher. Me quitó las bragas, me dejó puesta la falda, las medias con blonda hasta el muslo y mis Jimmy Choo de zorra consumada. Después cogió uno de los botes de la hilera que había en la estantería. Chocolate. Chocolate líquido que empezó a derramar encima de mí en gotitas que tardaban una eternidad en caer, haciéndome unas cosquillas irresistibles. Entre una gota y otra yo sentía esa sensación en el estómago, como cuando era pequeña e íbamos en el coche y mi padre pasaba por un cambio de rasante a toda velocidad.

Después se lo comió. Abandonando toda la urgencia del principio, lamió todo el chocolate parsimoniosamente, en lo que para mí era una auténtica tortura. Sí seguía así, no le iba a hacer falta ni tocarme para que llegara al orgasmo. ¡Fiuuuu, qué momento! ¿Conocéis esa sensación de desear con la misma intensidad que no se acabe nunca y que termine de una vez? Yago terminó su banquete una fracción de segundo antes de que yo enloqueciera.

Yo pasé del chocolate, pero también me esmeré lo mío (soy más de crema). No se puede negar que todo estaba saliendo “a pedir de boca”. Para cuando rematamos la faena, encimita mismo de la mesa de amasar, estábamos absolutamente pegajosos.

Yo había desaparecido de la mesa hacía como veinte minutos. Me vestí corriendo y salí de allí, dejando a Yago completamente desmadejado junto a la mesa. Llegué junto a mis amigas recomponiéndome la falda.
-       ¡Joder, tía! ¡Ya íbamos a llamar a la Policía!
-       Ya, tía, es que había una cola en el baño…
-       ¿Qué tienes ahí?

Me toqué el pelo en el lugar donde señalaba mi amiga. Una gota de chocolate estaba a punto de caer en el mantel. La cogí, chupándome el dedo.

Menudo atracón.