jueves, 15 de julio de 2010

Dale caña a la fondue


Yo también tenía muy interiorizado aquello de “con las cosas de comer no se juega”, hasta que vi la escena de la nevera de Nueve semanas y media. Y desde el día en que conocí a Yago, no puedo entrar en la cocina sin ponerme caliente.

En realidad el día que le conocí no pasó nada. Me lo presentó una amiga un sábado cualquiera en un garito cualquiera, y lo primero que me llamó la atención de él fue su envergadura (no confundir con en-verga-dura; aunque después pude comprobar que sí tenía algo que ver). Su cabeza sobresalía entre la masa humana del bar, detalle que me permitió tenerle controlado en todo momento.

Por eso me di cuenta de que me miraba desde lejos. Resulta un poco inquietante que te miren con tanta fijación, pero el tipo no lo hacía rollo perturbado, sino con curiosidad infantil, como esos niños a los que aún no les han enseñado que es de mala educación mirar con fijeza. Yo –como sabéis, no me gusta destacar-, estaba encantada con ese fan improvisado. Y actuaba como una granhermana cualquiera, consciente en todo momento de que las cámaras me estaban enfocando.

Estuvimos toda la noche con el jueguecito. Yo sosteniéndole la mirada en plan te-he-pillado-mirándome, él que sin inmutarse me sonreía como diciendo so-what? Yo pasando a propósito por su lado cuando iba al baño, él apretándose contra mí como el que no quiere la cosa, “que de gente, ¿no?”. Tanta tontería me tenía medio loca ya, cuando vino a despedirse. Con una mano (enoorme) me cogió suavemente la nuca y me atrajo hacia él, rozándome con su mejilla. Olía a tomillo, el muy animal. Y a madera. Pude sentir sus labios en mi oído cuando me dijo “ya nos veremos”. Me besó muy cerca de la boca y se fue, dejándome totalmente desamparada.

Varios fines de semana después, acordamos, con esta amiga y otras más, ir a cenar al restaurante de un amigo antes de las copas. Resultó que ese amigo era Yago. Regentaba el local de una forma cercana, paseándose entre las mesas con el mandil puesto. ¿Para cuándo un tratado sobre la importante carga erótica de esta prenda? Pornochachas, recién casadas que reciben a sus mariditos tras el trabajo con el delantal puesto y nada más… y ahora esto. El mandil, negro y enorme (a mí me hubiera servido como sábana) iba atado por detrás, marcándole el culete. Nostamal.

Si se había sorprendido, no lo parecía. Se acercó a nuestra mesa naturalmente. De día y sin copas de por medio era bastante más mono. Seguía teniendo esa mirada limpia del otro día. Una cosa de lo más atrayente: parecía vicioso y tierno al mismo tiempo. Como esos inofensivos bollos de bizcocho recubiertos de chocolate, que los muerdes y te explota en la boca un lujurioso sirope de frambuesa. Uhmm.

Para mi satisfacción, Yago seguía con ganas de guerra. Tras frecuentes merodeos por nuestra mesa, una de las veces que me levanté para ir al baño me trincó por el pasillo. Tirándome del brazo me llevó a una especie de almacén que había en la parte de abajo. Por encima de la sinfonía de olores, sobresalía un aroma dulzón a pimentón de la vera, muy en sintonía con lo picante del momento. Cogiéndome del culo, cerró la puerta tras de sí. Yo me preparé para LO MEJOR.


Confirmando mi clasificación como tierno-vicioso, tenía una habilidad especial para hacerme las más variadas guarrerías con una mano, mientras me acariciaba dulcemente el pelo con la otra. Sin mediar palabra, empezamos a pegarnos un meneo en plan bestia, como si acabáramos de salir de la cárcel y lleváramos veinte años y un día sin follar. Mientras él hundía su cabeza dentro de mi camisa, yo le desabrochaba los pantalones con ansia. Allí, aparte del zumbido de una especie de generador, sólo se oían respiraciones entrecortadas y churrupeteos. Yago emitía una especie de ronroneo de cuando en cuando, y después decía “mmmh, qué rico”.

Estaba claro que me estaba disfrutando como un pastel, y por lo que se ve era bastante goloso; me cogió del culo hasta que quedé encaramada a su pelvis y así me llevó hasta otro rincón en el que había una mesa de madera rematadamente vieja, junto a unas estanterías en las que había unos botes muy bien alineados.

A estas alturas yo tenía puesta toda la ropa, y sin embargo estaba completamente desnuda. Me sentó en la mesa y terminó de quitarme la camisa como quien desenvuelve un Ferrero Rocher. Me quitó las bragas, me dejó puesta la falda, las medias con blonda hasta el muslo y mis Jimmy Choo de zorra consumada. Después cogió uno de los botes de la hilera que había en la estantería. Chocolate. Chocolate líquido que empezó a derramar encima de mí en gotitas que tardaban una eternidad en caer, haciéndome unas cosquillas irresistibles. Entre una gota y otra yo sentía esa sensación en el estómago, como cuando era pequeña e íbamos en el coche y mi padre pasaba por un cambio de rasante a toda velocidad.

Después se lo comió. Abandonando toda la urgencia del principio, lamió todo el chocolate parsimoniosamente, en lo que para mí era una auténtica tortura. Sí seguía así, no le iba a hacer falta ni tocarme para que llegara al orgasmo. ¡Fiuuuu, qué momento! ¿Conocéis esa sensación de desear con la misma intensidad que no se acabe nunca y que termine de una vez? Yago terminó su banquete una fracción de segundo antes de que yo enloqueciera.

Yo pasé del chocolate, pero también me esmeré lo mío (soy más de crema). No se puede negar que todo estaba saliendo “a pedir de boca”. Para cuando rematamos la faena, encimita mismo de la mesa de amasar, estábamos absolutamente pegajosos.

Yo había desaparecido de la mesa hacía como veinte minutos. Me vestí corriendo y salí de allí, dejando a Yago completamente desmadejado junto a la mesa. Llegué junto a mis amigas recomponiéndome la falda.
-       ¡Joder, tía! ¡Ya íbamos a llamar a la Policía!
-       Ya, tía, es que había una cola en el baño…
-       ¿Qué tienes ahí?

Me toqué el pelo en el lugar donde señalaba mi amiga. Una gota de chocolate estaba a punto de caer en el mantel. La cogí, chupándome el dedo.

Menudo atracón.

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