jueves, 22 de mayo de 2014

OVERBOOKING

Pues sí. Una cosa es disfrutar de un amante para cada día de la semana, como ocurre en mi agenda ideal, y otra muy distinta que se te acumule el trabajo. Que el estrés es malísimo para el cutis.

Aquel día era jueves. Tocaba psicoanalista –ese tipo debería pagarme A MÍ por hacer su vida más apasionante- y la visita quincenal de Paul. Este es uno de mis prospects más antiguos, somos casi como un matrimonio viejo. No es que sea francés ni nada de eso: es, simplemente, un hortera. Se hace llamar Paúl, así, acentuado en la “u”. En su simpleza, piensa que así ligará más por exotismo. Como si una no fuera a darse cuenta de su acento murciano.

Paul y yo nos conocimos en la frutería, para que os hagáis una idea. Me abrió la puerta para que saliera y se vino detrás, directamente. Adiós al cuarto kilo peras que iba a comprar: había avistado unas peras que le interesaban mucho más. Yo me dejé querer, porque el tipo tiene muy buena planta y porque además se ofreció a llevarme las bolsas hasta casa –fue una época en la que me dio por comprar en las tiendas del barrio en un ataque de autenticidad castiza que, afortunadamente, no duró mucho-.

Total, que cuando llegamos allí, no se me ocurrió otra forma de agradecérselo que aceptar esas cañas que me proponía. Así empezó nuestra historia de follamigos, que ambos manteníamos a base de buen humor y polvos con confianza, ambas cosas de agradecer en estos tiempos que corren. Como era veterano, quedábamos cada quince días, como quien tiene cita en el naturjaus.

Pero sucedió que yo acababa de volver de vacaciones. Habiéndome dejado otra historia en ciernes antes de marcharme, pasé el verano trabajándome a mi futuro amante a base de guasaps, unas veces esquivos, otras veces prometedores. Para ir calentando el ambiente. Se trataba de Jaime. No os lo vais a creer: el que corta la arizónica en mi urbanización. Ya sé que suena a peli de los ochenta, pero me ligué al fornido jardinero.

Un día salgo a la piscina dispuesta a darme un bañito de sol, y ¿qué creéis que ven mis ojitos? A un tío semidesnudo y sudoroso con una sierra eléctrica. Joderrr. Casi se me salen los ojos de las órbitas.

En mi aturullamiento, tropecé con la tumbona de mi vecina Cuca, una cincuentona churruscada y teñida de rubio platino. Después de sobresaltarme al ver su bañador de estampado de tigre (cuyo escote hasta el ombligo tapaba apenas los pezones de esos pechos que me hicieron pensar en manzanas asadas), le pedí perdón y continué hasta el extremo de la piscina que me ofrecía una vista más completa del gachó en cuestión.

La mañana transcurrió imaginándome con todo lujo de detalles la versión X de La matanza de Texas. Era como sigue; llamaban a la puerta y yo estaba tomando un baño de espuma en ese momento, así que abría con lo puesto: la espuma propiamente dicha y nada más.
Él portaba su sierra eléctrica a la altura de la cadera. Con un brazo que ríete tú de Popeye, accionaba la herramienta, que empezaba a rugir con un sonido ensordecedor. Yo decía “¡oh!” tapándome la boca con una mano y él, manteniendo el tipo entre temblores, me decía: - ¿Te podo el seto, muñeca?

En ese momento salí de mi ensueño. - ¿Perdón? - Que si quiere que le pode ahora la arizónica de su jardín. La comunidad incluye este gasto para las casas con jardín individual.

Y así empezó todo. Se vino para casa, le serví una cervezuela, y… parece ser que mi arizónica estaba muy pero que muy descuidada, así que harían falta varios días para terminar el trabajo, etc. Tardó 6 sesiones, concretamente, en dejarme el jardín pelao.

Entretanto, fuimos cogiendo confianza y el último día, antes de irme de vacaciones, decidí lanzarme en plancha porque el tipo parecía tímido. Tomé un trago largo de mi cerveza y le aticé un morreo que se quedó tieso. Después de unos besucos y magreos superficiales, se marchó, emplazándome para la vuelta de las vacaciones.

Y la vuelta de las vacaciones era ahora. Y llevábamos toda la mañana enviándonos mensajes cargados de hormonas, y yo ya no podía esperar más para catar al prenda, así que en el último le dije “ven acá pacá”. Vaya si vino. Sin la sierra, pero con la herramienta a punto. Vamos, que no llegamos al catre: ¡ay, si las paredes de mi pasillo hablaran!

Dos caliqueños después, mientras trataba de recobrar el aliento concentrándome en el ajedrezado del parquet, recordé qué día era hoy. Jueves. Psicoanalista. ¡Paul! Empecé a pensar rápidamente. Eran las 19,30h y a las 20h, puntual como sólo un tipo que se hace llamar Paúl puede serlo, se presentaría mi otro partenaire, presto a bailar la danza del amor.

Y yo estaba en el suelo de mi pasillo, en pelotas y completamente despelujada junto a un pedazo de maromo. Hice lo único que podía hacer. Sobresaltada, exclamé: - ¡Dios mío, tienes que irte ahora mismo! ¡Mi marido está a punto de llegar! 

Madre mía, pobrecillo. Es que ni se detuvo a preguntar. Nunca he visto a una persona vestirse tan de prisa y pasar de un apuesto bronceado a un tono verde bilis en tan poco tiempo. Cuando llegó Paul, aquí no ha pasado nada. Por supuesto, no le conté nada de la confusión, así que tuve que rendir como la que más. Y encima el tío venía con ganas.

Así que, cada vez que voy a embarcarme en una nueva aventura amorosa, mi lesión lumbar me recuerda que mire bien la agenda. Como diría mi padre, “ mejor en pequeñas diócesis”.

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