jueves, 22 de mayo de 2014

DESPEDIDA DE SO HORTERA

Al igual que “la juerga indigna” (véase la entrada “La maldición del Hotel Asturias”), la despedida de soltera es una de esas celebraciones a las que ningún ser humano sin cola debería renunciar, al menos, una vez en la vida. En la despedida de soltera se desatan las pasiones más bajas, los instintos más primarios de una mujer: la Maruja que todas llevamos dentro. Cualquier intento que haga de describíroslo no puede siquiera acercarse a la vivencia real.

Llego elegantemente tarde, lo que me permite disfrutar de una panorámica fidedigna de la situación. Impidiendo el paso a los camareros en la arteria principal de un restaurante italiano, doce mujeres hablan al mismo tiempo, de pie junto a su mesa. Se besan, se tocan el pelo “¡estás divina!”, evalúan sus respectivos modelitos y gritan histéricamente sin ningún motivo aparente.

Llego, pues, en el mejor momento. Saludo a la futura novia, ideal en su papel de reina-por-un-día, que me tiende los brazos gritando y después me besa sin rozarme las mejillas.

Por fin nos sentamos y, dado que he llegado la última, me siento en el único sitio libre: junto a esa amiga que a ninguna nos cae bien, pero que la novia ha considerado imprescindible invitar por pura hipocresía social.
-    ¡Hace SIGLOS que no te veo! Te está costando recuperarte del embarazo, ¿no? ¿hace cuánto diste a luz?
-    Seis años. (Soputa). Tú, sin embargo, estás igual de gorda que siempre.
-    ¡Ja, ja, ja! ¡Ay, cómo eres…!

Imposible atender a una sola conversación. Prácticamente hay doce en marcha, una por cabeza. Así que me dedico al vinillo y a pensar lo estropeadas que están todas –menos yo- después de tantos años sin vernos. Después de que hayan rulado todos los móviles con fotos de los hijos –¡una tiene el insuperable detalle de traerse el marco de encima de la chimenea con la foto de estudio de sus churumbeles!- y tres botellas de lambrusco más tarde, todas competimos por ser el centro de atención. Este es el momento en que viene lo más interesante; la competencia es dura, así que habrá que ver quién cuenta el cotilleo más fuerte.
-    ¡Bueno, bueno! ¿Os acordáis de Mariela, la mujer de Juan el dueño del Peko’s?
-    ¿Te refieres a “la zorra”?
-    Sí, sí. Bueno, sabéis que acaba de tener un hijo, ¿no?
-    Ah, sí. Me la encontré en el médico el otro día con el niño. Más feíto el pobre, parece que tiene hidrocefalia. Claro, que Juan también va sobradito de cabeza…
-    ¡Ja! No creo que se parezca a él. Resulta que Juan… ¡es ESTÉRIL! Me lo dijo mi ginecóloga, que la trató a ella porque al principio pensaban hacerse un tratamiento de fertilidad…
-    ¡NOOOOOO!
-    ¡Qué fuerte!
-    ¡Qué hijadeputa! Con lo majo que es él. Y pensar que estuvimos a punto de liarnos una vez… Y fui yo la que le dije que no, ¿eh? Lo que son las cosas, podría haberle salvado de esta vida de humillación.
-    Pues no sé yo, mari. Con su cabeza y tu culo, hubierais parecido una familia de Barbapapás.


Risotada general. Ya me he ganado el odio de una. La aludida enrojece. Me mira con ojos vengativos y no vuelve a dirigirme la palabra en toda la noche. No hay mal que por bien no venga.

Entre cotilleos y lambrusco frizzante, llega el momento culminante de la noche justo cuando alcanzo el puntillo: entro en modo friki irremisiblemente. Si ya teníamos a medio restaurante acojonao, ahora esos pobres incautos van a perder algunos clientes. Es el turno de los regalos.

Ninguna despedida de soltera puede superar el umbral de indignidad sin estos iconos: mini-prepucios saltarines a cuerda, cirios fálicos, pajitas para refresco con la punta en forma de cola… son imprescindibles para pasar “al otro lado”. Todos los obsequios, de los que sin duda lo que más merece la pena es ir a comprarlos en tropel (cuatro o cinco tías enloquecidas trotando en un sex-shop pueden convertir en adicto al Lexatin al dependiente más curtido), parecen querer transmitir un único y engañoso mensaje: te vas a jartar.
-    ¡Ay qué monada! ¿Y esto para qué es?
-    Por ahí no, hija, qué estrecha. Eso se mete “por detrás”.
-    ¡Uuuuuuuuh, qué fuerte, tía!
-    Pues yo “por ahí”, vamos, ni el bigote de una gamba…
-    Tú te lo pierdes, chica.
-    ¡Anda, mira, una víbora!
-    Se llama “boa”, y es para que tu Manolo se ponga berraco con un striptease como Dios manda.
-    Sí, eso. Y hazlo antes de que engordes cien mil kilos con el primer embarazo…


Tengo esa extraña sensación circundante de “quién coño te ha pedido tu opinión”. Esos ceños fruncidos no auguran nada bueno, así que creo que ha llegado el momento de hacer mutis por el foro. Aquí no hay nada más que rascar.
-    Buedo, chigas, be voy.

Trato de besar a la futura novia, pero en mi intento de abrazo le tiro una copa de champán en el canalillo. Hasta la última gota. La homenajeada me pega una sonora bofetada en toda la jeta, que hace que me pite el oído derecho. Puede que mi mirada no esté todo lo enfocada que debería, pero tampoco es para eso. Instintivamente, se la devuelvo, pero por error la hostia le rompe las gafas a otra que estaba al lado.
-    ¡Oops! Berdona.

Ese simple gesto abre la veda. En una escena de saloon, las chicas se desmoñan unas a otras, vuelan los pendientes y se rompen uñas. Dejo a la hermana de la novia quitándose el tacón para salvar a su amiga de las garras de otra, y me arrastro hacia la salida sin ser vista. Hacía tiempo que no lo pasaba tan bien. “¡Daaaxiii!”.

Antes de quedarme dormida en el taxi pienso que será genial volver a verlas a todas la semana que viene, en la boda.

OVERBOOKING

Pues sí. Una cosa es disfrutar de un amante para cada día de la semana, como ocurre en mi agenda ideal, y otra muy distinta que se te acumule el trabajo. Que el estrés es malísimo para el cutis.

Aquel día era jueves. Tocaba psicoanalista –ese tipo debería pagarme A MÍ por hacer su vida más apasionante- y la visita quincenal de Paul. Este es uno de mis prospects más antiguos, somos casi como un matrimonio viejo. No es que sea francés ni nada de eso: es, simplemente, un hortera. Se hace llamar Paúl, así, acentuado en la “u”. En su simpleza, piensa que así ligará más por exotismo. Como si una no fuera a darse cuenta de su acento murciano.

Paul y yo nos conocimos en la frutería, para que os hagáis una idea. Me abrió la puerta para que saliera y se vino detrás, directamente. Adiós al cuarto kilo peras que iba a comprar: había avistado unas peras que le interesaban mucho más. Yo me dejé querer, porque el tipo tiene muy buena planta y porque además se ofreció a llevarme las bolsas hasta casa –fue una época en la que me dio por comprar en las tiendas del barrio en un ataque de autenticidad castiza que, afortunadamente, no duró mucho-.

Total, que cuando llegamos allí, no se me ocurrió otra forma de agradecérselo que aceptar esas cañas que me proponía. Así empezó nuestra historia de follamigos, que ambos manteníamos a base de buen humor y polvos con confianza, ambas cosas de agradecer en estos tiempos que corren. Como era veterano, quedábamos cada quince días, como quien tiene cita en el naturjaus.

Pero sucedió que yo acababa de volver de vacaciones. Habiéndome dejado otra historia en ciernes antes de marcharme, pasé el verano trabajándome a mi futuro amante a base de guasaps, unas veces esquivos, otras veces prometedores. Para ir calentando el ambiente. Se trataba de Jaime. No os lo vais a creer: el que corta la arizónica en mi urbanización. Ya sé que suena a peli de los ochenta, pero me ligué al fornido jardinero.

Un día salgo a la piscina dispuesta a darme un bañito de sol, y ¿qué creéis que ven mis ojitos? A un tío semidesnudo y sudoroso con una sierra eléctrica. Joderrr. Casi se me salen los ojos de las órbitas.

En mi aturullamiento, tropecé con la tumbona de mi vecina Cuca, una cincuentona churruscada y teñida de rubio platino. Después de sobresaltarme al ver su bañador de estampado de tigre (cuyo escote hasta el ombligo tapaba apenas los pezones de esos pechos que me hicieron pensar en manzanas asadas), le pedí perdón y continué hasta el extremo de la piscina que me ofrecía una vista más completa del gachó en cuestión.

La mañana transcurrió imaginándome con todo lujo de detalles la versión X de La matanza de Texas. Era como sigue; llamaban a la puerta y yo estaba tomando un baño de espuma en ese momento, así que abría con lo puesto: la espuma propiamente dicha y nada más.
Él portaba su sierra eléctrica a la altura de la cadera. Con un brazo que ríete tú de Popeye, accionaba la herramienta, que empezaba a rugir con un sonido ensordecedor. Yo decía “¡oh!” tapándome la boca con una mano y él, manteniendo el tipo entre temblores, me decía: - ¿Te podo el seto, muñeca?

En ese momento salí de mi ensueño. - ¿Perdón? - Que si quiere que le pode ahora la arizónica de su jardín. La comunidad incluye este gasto para las casas con jardín individual.

Y así empezó todo. Se vino para casa, le serví una cervezuela, y… parece ser que mi arizónica estaba muy pero que muy descuidada, así que harían falta varios días para terminar el trabajo, etc. Tardó 6 sesiones, concretamente, en dejarme el jardín pelao.

Entretanto, fuimos cogiendo confianza y el último día, antes de irme de vacaciones, decidí lanzarme en plancha porque el tipo parecía tímido. Tomé un trago largo de mi cerveza y le aticé un morreo que se quedó tieso. Después de unos besucos y magreos superficiales, se marchó, emplazándome para la vuelta de las vacaciones.

Y la vuelta de las vacaciones era ahora. Y llevábamos toda la mañana enviándonos mensajes cargados de hormonas, y yo ya no podía esperar más para catar al prenda, así que en el último le dije “ven acá pacá”. Vaya si vino. Sin la sierra, pero con la herramienta a punto. Vamos, que no llegamos al catre: ¡ay, si las paredes de mi pasillo hablaran!

Dos caliqueños después, mientras trataba de recobrar el aliento concentrándome en el ajedrezado del parquet, recordé qué día era hoy. Jueves. Psicoanalista. ¡Paul! Empecé a pensar rápidamente. Eran las 19,30h y a las 20h, puntual como sólo un tipo que se hace llamar Paúl puede serlo, se presentaría mi otro partenaire, presto a bailar la danza del amor.

Y yo estaba en el suelo de mi pasillo, en pelotas y completamente despelujada junto a un pedazo de maromo. Hice lo único que podía hacer. Sobresaltada, exclamé: - ¡Dios mío, tienes que irte ahora mismo! ¡Mi marido está a punto de llegar! 

Madre mía, pobrecillo. Es que ni se detuvo a preguntar. Nunca he visto a una persona vestirse tan de prisa y pasar de un apuesto bronceado a un tono verde bilis en tan poco tiempo. Cuando llegó Paul, aquí no ha pasado nada. Por supuesto, no le conté nada de la confusión, así que tuve que rendir como la que más. Y encima el tío venía con ganas.

Así que, cada vez que voy a embarcarme en una nueva aventura amorosa, mi lesión lumbar me recuerda que mire bien la agenda. Como diría mi padre, “ mejor en pequeñas diócesis”.