jueves, 29 de julio de 2010

UNO PARA TODAS


La noche empezó rarita. Quizá fuera la influencia de la temperatura estival, y ese vientecillo que ya huele a verano, a terrazas abarrotadas y a aftersun nocturno, pero estábamos todos revueltos. Esas traicioneras fotos del día siguiente vienen a darnos una no solicitada sobredosis de realidad en forma de rímeles corridos, ojos inyectados en sangre y excesos de confianza junto a perfectos desconocidos, espontáneos que saltan al ruedo de la noche con el sano objetivo de restregar la cebolleta.

El caso es que el momento exaltación de la amistad se llevó hasta las últimas consecuencias esa noche. Una amiga nos invitó a su casa a celebrar la versión golfa de la fiesta del pijama, algo así como la fiesta del salto de cama: una deliciosa cena oriental home-made aderezada con estupendos vinillos. Para los postres ya habíamos contado con pelos y señales nuestras últimas experiencias con el sexo débil.

Este es un ritual de exhibicionismo que a las mujeres nos encanta practicar, ideal para desquitarse del último gatillazo (Léase “Llámame DAPHNE”: Damnificada por Homo No Erectus) o para poner verdes de envidia y algo cachondas a las amigas con el relato pormenorizado de alguna aventura sexual de esas que hacen historia. También es el momento de liarnos la manta a la cabeza e invitar a ese vecino cañón del que tanto habla la anfitriona a tomarse un chisme rodeado de ninfas.

Allá que va la dueña del piso junto con la más osada a traerle a sus amigas un regalito para la vista.
-       ¿Sí? ¡Ah!, hola…ehm…
-       Amanda. Nos conocimos la semana pasada, en el ascensor. El caso es que tengo a mis amigas cenando en casa, les he dicho que eres un pibón y no se lo creen, las tías.
-       ¿Ah, sí? Ja ja ja (risa tímida).
-       ¿Te apetece pasar un momento? Hay güiji y ron.
-       Es que estaba liado, tengo una cosa en el fuego.
-       ¿Cocinando y sin mandil? No cuela. Hala, te esperamos en cinco minutillos. No me dejes mal…

Esto último lo dice mi amiga mientras le lanza La Mirada Zorrúpeda, una caidita de ojos infalible que toda mujer debería tener entre sus estratagemas de seducción.

Muertas de risa, volvemos a la casa y anunciamos que el vecino –buena percha, camisa de marca y pelito engominao estilo señorito andalú-, llegará en cinco minutos. Aquí es cuando al vecino le llega con claridad a través del delgado tabique un repentino griterío de gatas en celo, algo así como el equivalente a la celebración masculina de un gol de la Eurocopa.

El baño, hasta entonces relegado a las tareas más sufridas, pasa a ser la estancia más solicitada del hogar: cinco mujeres se amontonan frente al espejo, retocando eyeliners, dándose unos brochazos de blush aquí y allá, frunciendo morritos para aplicarse el gloss y levantando una ceja seductoramente para evaluar el resultado. Hay tensión. Sin decirlo, todas pensamos lo mismo: que gane la mejor. 

El vecino, ajeno al alboroto que está causando, quita con el bajo de la camisa unos restos de polvo de la botella de champán que porta en la mano. Después de llamar al timbre, expectante y algo divertido, escucha un ruido que sólo podría definir como una estampida de ñúes: el sonido de cinco pares de tacones de aguja corriendo sobre el suelo de tarima para colocarse naturalmente en sus sitios. Cuando entra el vecinito, “aquí no ha pasado nada”.

Un tipo que se atreve a acudir como único macho a una reunión de cinco locas sexualmente liberadas, merece todos mis respetos. Por supuesto, sé que ninguna tiene nada que hacer estando yo –mi sex-appeal se ha demostrado imbatible en numerosas ocasiones-. La ausencia de un desafío competitivo me aburre mortalmente, así que pensé que podíamos jugar un poco y compartirlo como buenas amigas.

La vida aún es capaz de traerme agradables sorpresas: él se muestra totalmente receptivo y no se amilana. En este punto me veo obligada a hacer un paréntesis. Existe un mito acerca de que retozar con unas cuantas es el sueño dorado de cualquier hombre. Pero enfrentarse a un sueño hecho realidad requiere una buena dosis de pelotas, si me permitís tan masculina expresión. Me he encontrado con hombres que al hallarse en presencia de una sola mujer con sus prioridades claras, han bloqueado sus receptores de erotismo y acometido una estrategia de “abortar plan, repito, abortar plan”. Yo lo llamo el Síndrome del Reculamiento Súbito.

Comprended mi emoción cuando vi que el vecinito –dejémoslo así, es mucho más sexy que saber su nombre- entraba al trapo como los miuras. Pusimos sobre el tapete las opciones clásicas de cualquier fiestuki cachondona que se precie y ganó por goleada el juego del hielo. Como sabéis, este refrescante jueguecito- excusa de innumerables morreos que nunca se hubieran producido en otras circunstancias- consiste en pasarse un hielo con la boca sentados en círculo. Pierde el que ve derretirse el hielo en su boca. En la versión tradicional, el perdedor bebe. El vecino sugirió quitarse una prenda. Un crack.

Veinte minutos después, bebíamos champán en los Sacha London de la anfitriona, una cucada en tela vaquera con lunares blancos, dejándola con un solo zapato como última prenda… a no ser que estuviera dispuesta a quitarse la ropa interior.

Como en una ruleta rusa, en el juego de las prendas sólo resisten los psicológicamente más fuertes. Las más recatadas se dieron a la fuga tras quedarse en pelés y ante la amenaza de pasar a mayores, pero al macho bravídor no había quien le tumbara. Sentados a la mesa e iluminados por un halo de luz lleno de humo, como en una partida de póker ilegal, sólo quedamos el vecino –al que sólo le separaban del desnudo integral unos irresistibles Aussiebum negro brillante como unos rockies de boxeador-, la anfitriona -vestida con un cigarrito More ultrafino y un solo tacón- y la que suscribe.

Deposité mi penúltima prenda –mi inseparable alianza de plata- encima de la mesa y me levanté muy despacio, para no tropezar con las prendas caídas. Subida en mis tacones, aún alcancé a decir algo antes de desaparecer tras la puerta que daba acceso a las habitaciones. Si tardáis mucho en venir, no me esperéis despierta.

lunes, 26 de julio de 2010

EL GUSTO ES MÍO (OH, SÍ)

No sé qué pensáis vosotros: yo creo que la gente está tan obsesionada con echar un polvo -con marcarse el tanto, me refiero-, que una vez conseguido, se hace de cualquier manera. Se está perdiendo el espíritu lúdico. ¿Qué fue del polvo artesanal?

Por eso me sorprendió gratamente conocer a Miguel, al que podría definir como “un tipo normal”. Fue en La Latina, en una jornada full-time a la que yo me había reenganchado tarde, pero segura. Cuando llegué, mis amigas ya habían hecho todo el trabajo sucio y estaban en el Berlín Cabaret adheridas a un grupito de maromos. Galleguiños.

Lo malo de llegar tarde es que cuando llegas ya está hecho el reparto. Es como en los cromos, pero en vez de “sile, nole”, el rollo va de “este pa ti, este pa mí”. Por algún motivo no especificado, en mi Miguelito no había puesto los ojos ninguna lagartona (en la guerra no hay amigas, sólo contrincantes). Y no será porque no era mono –era como una imitación de Robbie Williams, pero del todo a cien-. El destino es así. Ese estaba reservado para mí.

He conocido a muy variados tipos de seductores: el gigoló, que te guiña un ojo en mitad de un polvo provocando el descojone y consecuente pérdida de la líbido; el que se ama a sí mismo por encima de todas las cosas, que da ganas de vomitar; el elegante, que da el pego hasta que arquea una ceja en plan irresistible y la caga… Ya sabéis lo que me gustan las clasificaciones.

Miguelito era del tipo vacilón, de esos a los que se les nota a la legua de qué palo van, pero se lo toman tan a broma que te acaban cautivando. Empezó a jugar desde el minuto cero. Y yo, que estaba en una de esas noches “¿y por qué no?”, le seguí el juego.

Y eso que el juego era infantil de cojones. Ahora lo pienso y hay qué ver qué cosas de vergüenza ajena se hacen en los momentos de ligoteo. Está bien, acabemos de una vez con esta farsa, lo diré: se apostó un beso. Ya oigo vuestras carcajadas, y el sonido de mi glamour al caer al suelo estrepitosamente.

Me empezó a tomar el pelo con el viejo truco de “¿andá, ¿qué tienes ahí?”, y cuando miras te dan una humillante tobita. Creo que la última vez que me hicieron eso me acababa de venir mi primera regla. Por lo menos. El caso es que yo empezaba a sentirme muy imbécil. Eso es malo, muy malo. Entré al trapo como los miuras y le dije que no tenía huevos a hacérmelo otra vez.

Él lanzó una apuesta: el que ganara al otro, podía darle un beso “donde quisiera”. En modo regresión-a-la-adolescencia, empecé a tomármelo a risa.

Vamos, que me dejé ganar.

A los tíos les encantan las tías un poco tontitas –reconocedlo-, así que Miguel estaba encantado con eso de haberme burlado de nuevo. Qué sencillo es hacer feliz a un hombre. El donjuan exigió su premio. “Cierra los ojos”. Cerré los ojos, ¡y me pegó un pedazo de muerdo que rechinaron los cimientos del Berlín!

Bueno, bueno, bueno. Me temblaban las canillas y todo. ¿Nunca os habéis puesto cachondos sólo con un beso? Hay gente que te besa y es como morrear a un lagarto de lengua rasposa y dura –el SFP, Síndrome del Fumador de Petas-. Este era un beso extra-húmedo, fluido, blandito. Trabajao, vaya. No pude por menos que devolvérselo, y obsequiarle con un buen tiento al culo –durito como una piedra- de propina.

Después ya no pude pensar en nada más. Quería más de esos labios carnosos, me sobraba la copa de compromiso. Esa que te tomas después de enrollarte con un tipo, por no irte derecha a la piltra, que parece que hace feo.

- ¿Quieres tomar algo?
- En absoluto.
- Pero… ¿una cocacola aunque sea?
- No. ¿Nos vamos?
- Bueno, espera que me tome mi copa.

Mierdapati. Le trinqué en plan boa constrictor hasta que conseguí que tuviera la misma urgencia que yo por marcharse.

Durante el trayecto en coche se me puso timidito. Irresistible. Pero cuando llegamos a casa, el tío empezó a recopilar su atrezzo. Pidió un vaso de agua, que dejó cerca de la cama. Nos besamos. Se desnudó mientras yo le miraba con el pecho arriba y abajo, respirando a toda máquina.

Luego me desnudó a mí, sujetándome suavemente los brazos, sin dejar que yo hiciera nada, que me moviera siquiera. Y siguió jugando después, cuando recogió mis medias del suelo y me tapó los ojos. Parecía un mago hablando a su público: me explicó lo que iba a hacer. Que me iba a vendar los ojos, y que me iba a hacer un masaje por todo el cuerpo… ¡sin utilizar las manos!

Muy bien pensado lo de anular el sentido de la vista; el tío me tenía entregada, esperando. Sentí que cogía el vaso de agua y bebía. Un segundo después, una sensación como de seda fría me invadía la cintura. Vertió el agua ahí, haciendo de mi ombligo su cuartel general, la base desde la que partió para recorrer mi cuerpo hacia arriba y hacia abajo, sólo con su lengua.

Al rato, cualquier rastro de voluntad en mí era un mero recuerdo. No podía verle, pero le oía; un tipo expresivo, de los que no abundan.

Mantuvo el juego hasta el final. Cuando acabamos, él mismo me destapó los ojos, y me encontré a un tipo sudoroso con expresión diabólica. “He ganado”. Y para colmo de la perfección, se vistió, me dio un beso largo y se marchó.

A la chorvoagenda que vas.

BRASIL… NOSSA SENHORA!


¿Qué tendrán los brasileiros? Quizá, por una especie de ósmosis con el clima, se vuelven todos húmedos y calientes. O a lo mejor están todo el día cachondos de oírse hablar unos a otros en ese idioma suyo tan sugerente… el caso es que los portugueses a mí me dejan fría, fíjate. 

Ay, mira, no sé. Yo entiendo que el tema de los latinos y especialmente el de la sensualidad brasileña está muy manido, que son lugares comunes, etc. Pero no podría perdonármelo si dejara de compartir con vosotros esta experiencia que he tenido la fortuna de vivir en mi propia personita. De hecho, creo que ningún ser humano –de cualquier sexo- debería dejar de catar a un filho de Brasil, al menos una vez en la vida.

La culpa de todo la tuvieron los tambores. Y esta imaginación que Dios me ha dado. Hacía muchísimo calor la otra noche, el cuerpo pedía calle, así que me fui con una amiga a pasear por el Retiro madrileño. Normalmente en verano, este parque -y la ciudad entera, en realidad- se convierten en un espectáculo callejero.

El Retiro hervía de gente a las dos de la mañana, como si fueran las cinco de la tarde. Empezaba a deprimirme ante el penoso espectáculo de un yonqui famélico que trataba de imitar a Michael Jackson (en realidad bastante tenía con intentar mantenerse en pie, y a punto estuvo de dejarme inapetente de por vida cuando realizó su famoso golpe pélvico con tocatta di huevi incluida), cuando escuché un rumor que me hizo entrar en modo alerta. ¿Eran eso tambores?

Todo el que me conoce sabe que los tambores me vuelven loca. No es una expresión hecha; literalmente, enloquezco ante cualquier tipo de percusión, especialmente la más básica, rollo timbales o así. Mis caderas –esas que alguien definió como “arma blanca”- cobran vida propia, respondiendo al llamado de ese sonido primario.

Así que, cuan zahorí con varita de buscar agua en el desierto, seguí el rastro auditivo que me llevaría hasta la fuente del sonido. La fuente resultó ser un grupo de cuatro brasileños a cual más cañón tocando en plan Mayumaná con un sintetizador guarro, cubos de basura y hasta una lijadora electrónica que causó una catarsis en los oyentes.

Tardé exactamente dos décimas de segundo en descalzarme y empezar a contorsionarme al ritmo loco de aquella percusión. Todo el mundo parecía estar en una especie de trance, moviendo el culo compulsivamente, frotándose con el de delante o con los ojos cerrados, disfrutando en solitario. Ese es el poder de la música; los ingeniosos sonidos marcaban un ritmo infernal y arrancaban a la gente exclamaciones. 

Me dediqué a observar a los cuatro chicos. Todos llevaban pantalones de campaña, tres cuartos con bolsillos enormes que les hacían parecer miembros de una guerrilla. Fantaseé un momento con la idea de unas Brigadas Sexy que intentaban ganarme para su causa, hasta que algo detuvo mis pensamientos. Uno de ellos no me quitaba ojo. Botaba encima de un bidón enorme, dibujando los graves de la melodía. Con una fuerza increíble, cada vez que saltaba se elevaba el bidón, dejándolo caer con un ruido corto y retumbante.

Sus brazos y piernas se tensaban como las de un felino cada vez que emprendía una nueva acometida con el bidón, estaba brillante de sudor y tenía los ojos negros y profundos. Seguí bailando sólo para él, al ritmo de su tempo, atrapada por ese derroche de energía. Sentía cada “pum, pum” como una oleada, como un mandato, y el tipo no tenía piedad; incrementaba el ritmo hasta hacerme jadear de cansancio, lo reducía hasta hacerme desear más. Increíble. Y todo esto sin tocarme un pelo. Madre del amor hermoso.

La cosa llegó a su clímax cuando uno de sus compañeros le cambió el bidón por uno de esos cubos de basura metálicos donde hacen las fogatas los jomelés en las pelis de Nueva York. Fogata la que se me lió a mí dentro. Este cubo tenía tapa y, mientras uno de los chicos iba echando agua encima de la tapa, mi brasileiro se desgañitaba con unas baquetas produciendo un sonido acuoso.

Es que no sé si me estoy explicando bien: tenía frente a mí a un tipo medio desnudo y salvaje dándole con todas sus fuerzas a un tambor con los ojos cerrados y el rostro concentrado en un gesto de esfuerzo, salpicándome agua, empapándose el pecho, el pelo… Todo eso a ritmo de samba, con mis caderas funcionando por libre y un calor subiéndome hacia arriba.

Había perdido la noción del tiempo, no sé cuánto rato llevaba allí descoyuntándome, metida en un túnel sensorial. Mi amiga se había marchado. De hecho, casi todo el mundo se había marchado. Bonito espectáculo debía haber dado allí sola, en mi éxtasis particular.

Riéndome entre dientes, me acerqué al chiringuito cercano a pedir una botella de agua. Pagué y, en la misma barra, me bebí la botellita de un trago, sin respirar, echándome la mitad por encima de la camiseta sudada. Cuando estaba dejando la botella vacía encima de la barra, noté una presencia detrás de mí. Alguien estaba lo suficientemente pegado como para que notara su respiración y las partes más salientes de su cuerpo –esto es, su merienda a una altura estratégica de mi trasero-, y lo suficientemente despegado como para no tocarme prácticamente.

Me dí la vuelta y me encontré con él. Creo que era él, sólo podía ver sus ojos hipnotizantes, negros, hondísimos.
-       Me chamo Hugo, mas todos me chaman Juan.
-      

Y ya no pude decir nada más, porque me besó sin preguntar. Lo hizo con parsimonia, sin prisa, recreándose en los movimientos, estableciendo las pausas adecuadas, alternando lengua y labios en una coreografía perfecta. Sabía lo que tenía que hacer, el jodío de él.

La pregunta es, ¿puede una persona llegar al orgasmo sólo con palabras? Ese tío me hizo el amor con el sonido de su voz, allí, en medio del Parque del Retiro; y siguió haciéndomelo de camino a casa cogidos de las manos, y una vez allí mucho antes de llegar a la cama, antes de bailar encima y debajo de mí, antes de hacerme bailar al ritmo imaginario de la percusión.

Qué queréis que os diga, el llamado del tambor es el llamado del tambor.

jueves, 15 de julio de 2010

Deténgame, señor agente

¿Qué tendrán los uniformes? De las pelis italianas de Jaimito hasta Oficial y Caballero, pasando por Sexy Academia de Policía o Siete Porras para Siete Hermanas, el uniforme ha despertado las líbidos más variopintas.

Puede que fueran esos pantaloncitos tan ajustados marcando cuadriceps, o esas botas lustrosas hasta la rodilla que parecían estar hechas para jugar a jockeys y caballitos. Si es que van provocando, leche. El caso es que cuando vi acercarse a aquel buen mozo a través del retrovisor interior de mi Fiat Spider descapotable de alquiler, me entraron unas ganas irresistibles de insubordinarme.

Era uno de esos policías costeros que van a caballo, haciendo un conjunto bastante agradable a la vista. El tipo –apenas un chaval, no creo que llegara a los treinta- llegó a pie hasta el coche, situando su pelvis justo a la altura de mi brazo. Yo lo dejé ahí, apoyado sobre la ventanilla bajada, y le hice un barrido visual de abajo arriba que ríete tú de los obrerillos libidinosos.

Traía unas Raiban de espejo al más puro estilo macarra-festivo y, sin ver el peligro, se inclinó hacía mí para hablarme. Sudaba –quizá por los 40 grados a la sombra que marcaba el termómetro- y al acercarse pude oler su olor. La camisa se le pegaba un poco en las tetillas, del calor. Pensé “no tejcapas ni con alas”, y compuse mi cara de no haber roto un plato más convincente.

- Buenas tardes, señorita. ¿Puede hacer el favor de mostrarme la documentación del coche?
- ¿Ha pasado algo, señor agente?- dije, quitándome las gafas de sol para parecer más inofensiva.
- ¿No sabe usted que por aquí no se puede girar?- se hacía el severo, pero me recorría la cara con los ojos.
- ¡Huuuuuuuuy! ¡Pues no me he dado ni cuenta!
- Tiene usted una señal bien grande justo ahí, ¿ve?
- Ah. ¿Me vas a multar? –empecé a tutearle. A los Policías les encantan las chicas descaradas (amiguitos, no tratéis de hacer esto en vuestras casas, especialmente si no sois chicas guapas).
- Ya veremos.

Esto último lo dijo sonriendo y mostrándome unos dientes blanquísimos, de esos de grandes paletos que dan un aspecto aniñado a los tíos.

Uhhhh, vaya vaya con el pequeño policeman.

Apoyó ambas manos en la ventanilla de mi coche, de forma que tuve que quitar el brazo. Se inclinó en plan chulesco y me dijo, bastante cerca:
- ¿Sabe usted que está prohibido conducir así?
- ¿Cómo? ¿Ir semidesnuda es ilegal?

Yo sólo llevaba el bikini, venía de pasar la tarde en la playa, y… bueno, ya he hablado de mi salvajismo veraniego. Él soltó una carcajada sincera, echando la cabeza hacia atrás. I fell in love.

Señaló mis pies.
- Puedo ponerte una multa ahora mismo por conducir sin zapatos.

Le miré desde abajo, con cara de insumisa.
- No pienso pagar ninguna multa. Lo mejor será que me detengas ahora mismo.

Volvió a hacerlo. Volvió a reirse con todas sus ganas echando hacia atrás la cabeza, y me puse muy pero que muy nerviosa ante la sola perspectiva de que mi farol funcionara.
Después de reirse, se me quedó mirando muy serio, con los brazos en jarras sobre las caderas, como sopesando el asunto. El tipo no se quería arriesgar, a fin de cuentas estaba de servicio. Viéndole indeciso, me lancé yo.
- Hacemos una cosa. Te pago unas cañitas y nos olvidamos de la multa, ¿sí?

Ahora sí que la había cagado. Sacó su bloc de multar a las personitas y empezó a garabatear con una cara muy seria. Después arrancó la multa, me la dio y dijo: “circule, por favor”.

Yo arranqué, más cabreada que una mona, hasta que me dio por mirar la jodía multa. Decía: “En la terraza del Baluma, a las 10”. ¡Yuhuuu! Tenía dos escasas horas para decidir qué ponerme. ¡Qué estresante es ser una mujer irresistiblemente atractiva!

Llegué tarde, claro, enfundada en un vestido de lamé dorado cortísimo muy Sharon Stone. Él me vio antes; lo cierto es que me desilusionó un poco que no llevara el uniforme, pero estaba bien guapetón. Daba ternura verle tan peinadito, parecía un niño formal.

Fue una cosa muy rara, parecíamos novios. En la mesa, enseguida empezó a tocarme las manos. Las suyas estaban muy calientes, y sus dedos eran fibrosos. Por las manos de la gente se puede saber más o menos la complexión del cuerpo. Hay manos de tacto blandito y pusilánime que dicen “soy torpe” a gritos. Estas eran fuertes y tensas, de tacto suave pero basto. Esas manos tenían que saber cómo tocar.

Era un tipo muy “orgánico”, como se dice en teatro. Muy corporal. En la terraza, me tocaba las manos, me quitaba el pelo de la cara, me acariciaba la espalda. Ya en mi habitación de hotel, me sobaba el culo, me mordisqueaba, curioseaba aquí y allá, probando y toqueteando todo con el aire de un niño que come tierra del parque para ver a qué sabe.

Le gustaba dominar todo el tiempo. Me llevó a la cama casi en volandas, y allí me dio la vuelta y me separó las piernas como si me fuera a cachear. Yo pensaba que de un momento a otro iba a sacar “la porra”, pero fue mucho mejor. Escuché un “clic” metálico y sentí algo frío que aprisionaba mi mano derecha. El muy guarrete me esposó a la cama, dejándome una mano libre.

Siempre he sabido cuándo tengo que soltar el control, así que hice lo único que podía hacer dadas las circunstancias: relajarme y disfrutar. Ahora ya sé por qué se les llama “policía montada”. ¡Yii-haaa!

Dale caña a la fondue


Yo también tenía muy interiorizado aquello de “con las cosas de comer no se juega”, hasta que vi la escena de la nevera de Nueve semanas y media. Y desde el día en que conocí a Yago, no puedo entrar en la cocina sin ponerme caliente.

En realidad el día que le conocí no pasó nada. Me lo presentó una amiga un sábado cualquiera en un garito cualquiera, y lo primero que me llamó la atención de él fue su envergadura (no confundir con en-verga-dura; aunque después pude comprobar que sí tenía algo que ver). Su cabeza sobresalía entre la masa humana del bar, detalle que me permitió tenerle controlado en todo momento.

Por eso me di cuenta de que me miraba desde lejos. Resulta un poco inquietante que te miren con tanta fijación, pero el tipo no lo hacía rollo perturbado, sino con curiosidad infantil, como esos niños a los que aún no les han enseñado que es de mala educación mirar con fijeza. Yo –como sabéis, no me gusta destacar-, estaba encantada con ese fan improvisado. Y actuaba como una granhermana cualquiera, consciente en todo momento de que las cámaras me estaban enfocando.

Estuvimos toda la noche con el jueguecito. Yo sosteniéndole la mirada en plan te-he-pillado-mirándome, él que sin inmutarse me sonreía como diciendo so-what? Yo pasando a propósito por su lado cuando iba al baño, él apretándose contra mí como el que no quiere la cosa, “que de gente, ¿no?”. Tanta tontería me tenía medio loca ya, cuando vino a despedirse. Con una mano (enoorme) me cogió suavemente la nuca y me atrajo hacia él, rozándome con su mejilla. Olía a tomillo, el muy animal. Y a madera. Pude sentir sus labios en mi oído cuando me dijo “ya nos veremos”. Me besó muy cerca de la boca y se fue, dejándome totalmente desamparada.

Varios fines de semana después, acordamos, con esta amiga y otras más, ir a cenar al restaurante de un amigo antes de las copas. Resultó que ese amigo era Yago. Regentaba el local de una forma cercana, paseándose entre las mesas con el mandil puesto. ¿Para cuándo un tratado sobre la importante carga erótica de esta prenda? Pornochachas, recién casadas que reciben a sus mariditos tras el trabajo con el delantal puesto y nada más… y ahora esto. El mandil, negro y enorme (a mí me hubiera servido como sábana) iba atado por detrás, marcándole el culete. Nostamal.

Si se había sorprendido, no lo parecía. Se acercó a nuestra mesa naturalmente. De día y sin copas de por medio era bastante más mono. Seguía teniendo esa mirada limpia del otro día. Una cosa de lo más atrayente: parecía vicioso y tierno al mismo tiempo. Como esos inofensivos bollos de bizcocho recubiertos de chocolate, que los muerdes y te explota en la boca un lujurioso sirope de frambuesa. Uhmm.

Para mi satisfacción, Yago seguía con ganas de guerra. Tras frecuentes merodeos por nuestra mesa, una de las veces que me levanté para ir al baño me trincó por el pasillo. Tirándome del brazo me llevó a una especie de almacén que había en la parte de abajo. Por encima de la sinfonía de olores, sobresalía un aroma dulzón a pimentón de la vera, muy en sintonía con lo picante del momento. Cogiéndome del culo, cerró la puerta tras de sí. Yo me preparé para LO MEJOR.


Confirmando mi clasificación como tierno-vicioso, tenía una habilidad especial para hacerme las más variadas guarrerías con una mano, mientras me acariciaba dulcemente el pelo con la otra. Sin mediar palabra, empezamos a pegarnos un meneo en plan bestia, como si acabáramos de salir de la cárcel y lleváramos veinte años y un día sin follar. Mientras él hundía su cabeza dentro de mi camisa, yo le desabrochaba los pantalones con ansia. Allí, aparte del zumbido de una especie de generador, sólo se oían respiraciones entrecortadas y churrupeteos. Yago emitía una especie de ronroneo de cuando en cuando, y después decía “mmmh, qué rico”.

Estaba claro que me estaba disfrutando como un pastel, y por lo que se ve era bastante goloso; me cogió del culo hasta que quedé encaramada a su pelvis y así me llevó hasta otro rincón en el que había una mesa de madera rematadamente vieja, junto a unas estanterías en las que había unos botes muy bien alineados.

A estas alturas yo tenía puesta toda la ropa, y sin embargo estaba completamente desnuda. Me sentó en la mesa y terminó de quitarme la camisa como quien desenvuelve un Ferrero Rocher. Me quitó las bragas, me dejó puesta la falda, las medias con blonda hasta el muslo y mis Jimmy Choo de zorra consumada. Después cogió uno de los botes de la hilera que había en la estantería. Chocolate. Chocolate líquido que empezó a derramar encima de mí en gotitas que tardaban una eternidad en caer, haciéndome unas cosquillas irresistibles. Entre una gota y otra yo sentía esa sensación en el estómago, como cuando era pequeña e íbamos en el coche y mi padre pasaba por un cambio de rasante a toda velocidad.

Después se lo comió. Abandonando toda la urgencia del principio, lamió todo el chocolate parsimoniosamente, en lo que para mí era una auténtica tortura. Sí seguía así, no le iba a hacer falta ni tocarme para que llegara al orgasmo. ¡Fiuuuu, qué momento! ¿Conocéis esa sensación de desear con la misma intensidad que no se acabe nunca y que termine de una vez? Yago terminó su banquete una fracción de segundo antes de que yo enloqueciera.

Yo pasé del chocolate, pero también me esmeré lo mío (soy más de crema). No se puede negar que todo estaba saliendo “a pedir de boca”. Para cuando rematamos la faena, encimita mismo de la mesa de amasar, estábamos absolutamente pegajosos.

Yo había desaparecido de la mesa hacía como veinte minutos. Me vestí corriendo y salí de allí, dejando a Yago completamente desmadejado junto a la mesa. Llegué junto a mis amigas recomponiéndome la falda.
-       ¡Joder, tía! ¡Ya íbamos a llamar a la Policía!
-       Ya, tía, es que había una cola en el baño…
-       ¿Qué tienes ahí?

Me toqué el pelo en el lugar donde señalaba mi amiga. Una gota de chocolate estaba a punto de caer en el mantel. La cogí, chupándome el dedo.

Menudo atracón.

martes, 13 de julio de 2010

Hasta las trancas

Todo iba perfecto. Quedábamos al menos una vez a la semana, en un lugar neutral. Es cierto, él no me invitaba a cenar tantas veces como hubiera sido deseable, pero el chico hacía sus esfuerzos seleccionando cada vez un sitio diferente –y de paso evitando el lacrimógeno-nostálgico “vamos a nuestro restaurante”-. Un parloteo insustancial y varias copas de vino después, la cosa estaba lo suficientemente caldeada como para coger un taxi. A su casa o a la mía. Sobeteo indecente en el ascensor, restregones apresurados hasta que la llave acertaba a entrar en la cerradura, caída libre de prendas en el oscuro hall. Y al catre, sin más dilación.
 
Lo que resulta tan extraordinariamente cómodo de tener un amante fijo es el virtuosismo que se adquiere con cada contacto. El efecto se multiplica y enriquece si son varios los amantes fijos. Sueño con un mundo ideal que inexplicablemente nadie comprende: una agenda ordenada por amantes, uno para cada día de la semana. Leales, entregados. Absolutos desconocidos que se lavan sus propios calzoncillos. Varoniles compañeros de juegos que aparecen sólo cada seis días, puntuales como un reloj. La clase de pádel. Manicura. Dentista. Rafael. Danza del vientre. Psicoterapéuta. Antonio. Todo sería TAN perfecto.

 
Así de felices transcurrían mis días –sí, es cierto, mi cartera de prospects aún distaba mucho de proporcionarme ese nivel de variedad amatoria-, hasta que uno se me desmandó.
Arturo.

 
Entre mis clases de Pilates y la odiada depilación, la llamada semanal de Arturo vino a indicarme dos cosas: que era miércoles y que tocaba mambo, lo que me garantizaba un cutis de porcelana a la mañana siguiente (el sexo siempre ha actuado en mí como un potente re-energizante). Antes muerta que sin plan y sin pensar en el desastroso giro que tomarían los acontecimientos, busqué un tanga lo bastante pequeño como para justificar mi ingle brasileña al más puro estilo Kojak –esta vez Gladys se había pasado un “pelín”-, dejé a Valentina disfrazada de una mezcla perfecta entre Cenicienta y un putón verbenero en casa de su honorable progenitor, y corrí hacia el Pecatta Minuta. Tocaba italiano, ¿acaso se podía pedir más?

 
La cena transcurrió sin pena ni gloria, como siempre. Debí haber sospechado de ese inusual brillito en sus ojos de carnero degollado, de su solicitud, más exagerada que de costumbre. Entretenida como estaba escuchando la conversación que mantenía la pareja sentada en la mesa contigua, ni siquiera reparé en la porción de tagliatelle que introdujo en mis labios de fresa, enrollada con mimo en SU tenedor (¡!).
 

La cosa no había hecho más que empezar. En los postres comenzó a contorsionarse patéticamente en su asiento, como si se le estuviera clavando el tanga. Mi mente vagabundeaba imaginándose sucias estratagemas eróticas al respecto, cuando súbitamente me pareció ver por el rabillo del ojo que sacaba un objeto pequeño del bolsillo de su pantalón, depositándolo encima de la mesa.
 

¿Era ESO una primorosa cajita de terciopelo rojo? Antes de que acudieran a mi cabeza las consecuencias de lo que estaban viendo mis ojitos, Arturo me tomó la mano de una forma muy blanda y grimosa, y, mirándome a los ojos, me espetó: Creo que ya es hora de que nuestra relación evolucione hacia el siguiente paso lógico. “¡No se atreverá a decirlo!” …por eso quería decirte que… “¡Joder, joder, lo va a hacer!” … TE QUIERO.
 

Los violines que debían estar sonando en su cerebro quedaron bruscamente interrumpidos por un violento scratching digno del DJ más puntero. A punto de ahogarme, escupí como un camionero un trozo de beicon asesino. El beicon aterrizó directamente en las impolutas gafas de Arturo, justo delante de unos espantados ojillos que me miraban suplicantes. Esa superposición de planos beicon-gafas-ojos desencadenó en mí una secuencia insólita de pensamientos. “Lo que suponía, el trozo de beicon que lleva ternilla”-“Joder, menos mal que las gafas han frenado el impacto, iba directo al centro…”- “¡qué carajo, tenía que haberle dado de lleno! ¡¡¡el muy cabrón ha dicho te quiero!!!”
 

¡¿Pero qué coño se supone que estás haciendo?! Tartamudeando y con una noción muy poco clara de lo que es evitar juiciosamente el peligro, Arturo volvió a repetirme que me quería, que cada día me necesitaba más, que quería un compromiso por mi parte, que pensaba que había llegado el momento de tener algo más, blablá, blablá, blablá. Y vaya usted a saber cuántas sandeces más dijo ese hombre, porque después de las primeras dos frases yo ya había salido por piernas -y qué piernas…aunque me esté mal decirlo- ante la atónita mirada del maître y pisaba con garbo en dirección a la parada de taxis más cercana.
 

Esperando un taxi aquella noche, pensé que lo más fastidioso de todo este asunto era que la desaparición de Arturo me dejaba la agenda coja de una pata –y qué pata, aunque me esté mal decirlo-, y todo un engorroso trabajo posterior de búsqueda y selección. Meditaba sobre la urgencia de elaborar una nueva estrategia de acoso y derribo del macho desprevenido, cuando una voz profunda me sacó de mi ensimismamiento. ¿A dónde la llevo, señora? 

Pestañeé, arqueando seductoramente una ceja. Señorita, respondí. El espejo retrovisor me mostró una hilera de blancos dientes sobre un bronceado mentón. “Mmmm, pensé”. Perdona, no quería ofenderte. Me llamo Marcos.
 

“Taichi. Masaje tailandés. Marcos.”
A fin de cuentas, una mujer no puede permitir que le crezca el vello de la línea del bikini entre affaire y affaire, ¿no es cierto?
- Y dime, Marcos, ¿cuál es tu día libre?